Además de lectómano, recortero 

Guardo en mi archivero una carpeta —la primera, la que está más al alcance de la mano— rebosante de recortes de periódicos y revistas, todos a propósito de libros, libreros, librerías y bibliotecas. A tales recortes acudo de tarde en tarde, cuando me veo urgido de entenderme y defender mi manía por lo impreso ante el ataque del texto virtual. Su lectura me motiva a llevar al papel mis propias ideas sobre asuntos olorosos a tinta. A veces hasta los envidio, porque tratan temas o enfoques que a mí me hubiera gustado abordar. 

Sueño entonces en mundos bohemios donde se charla de libros mientras caracolea el humo de una taza de café. Lo sé, son escenas de tiempos ya idos, entelequias que ahora nos parecen caducas. Si acaso, meras poses que sólo atraen a idealistas o románticos inadaptados. Pero no dejan de ser momentos reflexivos, en soledad o en compañía, Y con mayor razón si de ellos nacen inspiraciones que conducen a la creatividad. ¿Cuántos borradores literarios, musicales o pictóricos no reconocerían por cuna al rincón de una cafetería, a su penumbra o cálida iluminación, a sus murmullos o silencios cómplices? 

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Platicar acerca de libros es una grata vocación, tanto o más significativa que tenerlos y leerlos (también, para mí, redactarlos). Contribuye a saber dónde descubrir lo esencial de sus contenidos. Ayuda a clarificar las ideas. Propicia el debate, inclusive la polémica. Sobre todo, da ocasión de compartir sentires y emociones, sin los cuales la existencia trascurriría en la mediocridad. Es un incentivo necesario para la vida y, por ello, conviene ejercitarlo con frecuencia. Como acertadamente lo resumió un bibliógrafo del siglo XIX, el francés Charles Nodier: “Después del placer de poseer libros, no lo hay más dulce que el hablar de ellos.” 

Sin embargo, estoy convencido de que toda conversación en torno a este tema debe partir de la naturalidad y el convencimiento espontáneo. Cualquier programa oficial de fomento a la lectura que no considere esta premisa corre el albur de terminar en fracaso. O peor, de convertirse en simple estadística de cursos ofrecidos y personas asistentes para justificar cargos políticos. La numeralia, ya se sabe (o debería saberse), nunca ha sido el parámetro idóneo para medir la cultura. Porque cuando despertemos, el molino de viento ahí seguirá, sin un quijote que lo lea. 

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He llegado a sentirme sacerdote de los libros que guardo en estantes y anaqueles. A diario, tan solo con dirigir mi vista hacia el corpus bibliotecario, les celebro una misa, aunque ese día, por cualquier causa, no retire ni un ejemplar de su sitio. De ellos extraigo evangelios, epístolas, aleluyas, credos, salmos, bendiciones. Son mi objeto de culto. Verbo hecho folios y cuadernillos forrados con pasta dura o blanda. Antiguo y novísimo testamento. Espíritu encarnado. Les doy fraternalmente la paz. Los comulgo. Les canto un himno al despedirme. Como si me encaminara derechito a la Gloria. 

Así justifico mi calistenia de recortar notas y artículos hemerográficos dedicados al ámbito librero. Prefiero eso que pasarme la jornada laboral recortando gente o andar todo el día con el Jesús en la boca ante nuevos y más drásticos recortes presupuestales en el campo de la cultura.