Entre muchas oportunidades descubiertas a golpe del contagio que no cesa, está la aplicación de la tecnología para resolver necesidades y procesos laborales, escolares, e incluso cotidianos, que hasta antes de la crisis sanitaria desatendíamos de diversas maneras.
La tecnología es parte de nuestra vida cotidiana, nos es indispensable en telefonía, informática y rápido acceso a cualquier información. En el entorno hay prácticas tradicionales que no hemos sustituido por las opciones que el mercado ofrece con oferta tan seductora como nociva.
Tenemos dos factores determinantes: uno generacional, otro, el acceso al ambiente tecnológico. Generaciones como la mía, llamada X que incluye a quienes nacimos entre 1960 y 1980, carecemos de una formación familiar y educativa con el uso de aparatos y plataformas como las que hoy inundan cualquier actividad personal, profesional y administrativa.
Crecimos con televisión blanco y negro, música grabada en acetatos y teléfono analógico. La comunicación telefónica en los automóviles se veía en las series norteamericanas y los aparatos de comunicación interpersonal en las de ciencia ficción. Eran el telex y el fax lo más avanzado y solo para uso de empresas e instituciones.
Las y los docentes que nos educaron no utilizaban computadoras ni bancos de información para la enseñanza, en ningún nivel, del básico al profesional. La formación universitaria, especialmente en sus áreas humanísticas poco se interesó en la aplicación de tecnología. Por ser el que más conozco sé de la lejanía entre el aprendizaje del derecho y el uso de instrumentos y procedimientos ajenos a los tradicionales. Es más, hay hasta ahora un marcado rechazo a la práctica jurídica más allá de la computadora, y lo contradictorio es que sea entre la abogacía más joven.
El acceso al mundo digital depende de la conectividad de cobertura total, para un uso normal y permanente en cualquier región geográfica. Cuando no es así la opción se anula y obliga una vuelta al pasado. Estanca la voluntad dejándola atrapada en prácticas que supondríamos desaparecidas. Así, de lo material se pasa a lo anímico y sus resultados indeseables.
El contraste se profundiza en el ejercicio profesional de la abogacía dependiendo del sitio de trabajo: no son iguales el privado que el público; tampoco el de un despacho de provincia que en uno corporativo de la gran capital. Si los recursos varían en cada ámbito, también la calidad de desempeño. Eso nos lo evidenció la pandemia, en el sector público con mayor nitidez.
La crisis detonó una oportunidad sin desperdicio. Aunque muchas variables permanezcan, sufrirán modificaciones. Es momento de enganchar la abogacía a la inteligencia artificial.
En Tecnojuristas. El manifiesto del jurista del siglo XXI (VLex / DERECHO GLOBAL EDITORES, México 2021) Juan Luis Hernández Conde ofrece varias claves para decidir por una evolución y evitar estancamiento. Dejo una: Es común escuchar ingenieros o empresarios decir que los juristas no aportamos valor a sus actividades. Más a menudo, buscan crear o contratar herramientas o servicios que sustituyen abogados. Este tipo de servicios han recibido nombre, se llaman compañías legales o proveedores de servicios legales alternativos y, mientras los colegios de abogados y las barras del mundo discuten si este tipo de empresas deben de estar dirigidas por algún abogado titulado y registrado, sus dueños están acaparando gran parte del mercado de necesidades legales.
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