La entrada del Ejército Trigarante a la capital novohispana en 1821 ha sido siempre una efeméride tan incómoda que, salvo en los albores del México independiente, ninguno de los gobiernos posteriores, de cualquier tendencia, ha querido festejarla. Ahora sí, por coyuntura política, recibirá atención en 2021. Incluso, circulará un nuevo billete conmemorativo cuyo anverso reproduce una pintura popular contemporánea a dicho sucedido histórico, centrada, desde luego, en Agustín de Iturbide, el polémico consumador. Ni modo de desaprovechar el honor de cumplir dos siglos de independencia formal (la informal tenía meses de estar ocurriendo, si consideramos que el único dominio español efectivo que desde enero o febrero de aquel año ejercía el virrey Apodaca no pasaba de la ciudad de México; el resto de la Nueva España, en la práctica, se desentendía ya de la autoridad virreinal).
¡A saber si de aquí en adelante nuestro calendario cívico solemnizará, aparte del 16 de septiembre (fecha fortuita en su origen, adelantada por el descubrimiento circunstancial de la conspiración de Querétaro), también el 27 de septiembre (fecha acomodada por el mismo Iturbide para hacerla coincidir con su cumpleaños, porque el señor tuvo posibilidad de haber entrado unos días antes con todo y tropa)!
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Después de aquella jornada, la capital del país recibió durante casi media centuria a un sinfín de personajes disímbolos que ocuparon la silla presidencial. Entre ellos hubo luchadores de noble y viejo cuño, como Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero, Nicolás Bravo. Pero también saborearon las mieles del poder algunos sujetos que, desde el inicio de la guerra de Independencia, hicieron carrera dentro del ejército realista y ahí destacaron por su inquina, para no decir su crueldad sanguinaria, hacia los insurgentes (hombres y mujeres por igual), hasta que de forma convenenciera cambiaron de chaqueta en 1820. El caso más significativo es, en mi concepto, el de Anastasio Bustamante.
Médico de carrera pero inepto como militar (nunca pudo atrapar a los guerrilleros que persiguió en 1813 en la sierra de Monte Alto), Bustamante carga el sambenito de haberse levantado, siendo vicepresidente de México, contra el presidente Guerrero, lo que a la larga devino en el secuestro y fusilamiento de quien había sido su superior en Palacio Nacional. Ello le permitió ejercer la presidencia en tres ocasiones (1830-1832, 1837-1839, 1839-1841). Durante tales periodos le tocó la pérdida definitiva de Texas, la llamada Guerra de los Pasteles y la invasión de Guatemala a Chiapas. Un escritor de su tiempo aseveró que siempre fue un “ciego servidor de los españoles y de Iturbide después”. Sin duda por esto último, Bustamante dispuso poco antes de morir en 1853 que su corazón reposara junto a las cenizas de quien había sido el ambicioso operador político de la separación de la Nueva España y paisano suyo de Michoacán, aquel que luego se haría entronizar bajo el nombre de Agustín I.
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Son aristas de la historia, como hechos concatenados, y de la Historia, como disciplina o herramienta de análisis. Aristas filosas, ríspidas, contrastantes, pero humanas al fin y al cabo. Es imposible cerrar los ojos ante ellas, pero hay que abrirlos bien para saber equilibrar las sombras y luces que nos emitan. Cuantimás en un momento de pandemia revisionista como el actual.
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