Pronto se sabrá si procedió o no la demanda de Spencer Elden por “pornografía infantil comercial” en contra de quienes acusó de haberlo incluido, cuando era un bebé que nadaba desnudo en pos de un dólar como anzuelo, en la portada del elepé Nevermind, del grupo Nirvana (1991). Al parecer, Elden usó y aprovechó durante algún tiempo tal antecedente a guisa de tarjeta de presentación en sus intentos juveniles por hallarse un lugar dentro del mundo del espectáculo. Ahora aduce que, en el fondo, la imagen no fue precisamente un nirvana para él sino un acto de “abuso sexual” que le provocó daños sicológicos. De ahí su principal —a saber si el único— objetivo: la indemnización económica.
No es tema ni ocasión de plantear aquí si pisamos terrenos de la monetización, de la sensiblería, del morbo, del ego, del arte, o de todo eso junto y más. Me concentro en el poder y la fuerza que tienen las imágenes como fijación mental, con mayor razón cuando éstas, para aplicarles el término intelectual de moda, se vuelven icónicas. Y en materia de iconos, Nevermind es apenas una entre muchas muestras del impacto que lo gráfico deja en nuestro cerebro. Por citar únicamente otro caso de portada emblemática en el mundo de la música pop: la del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles (1967).
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(Simple ejercicio de imaginación, mutatis mutandis: ¿qué pasaría si un día de estos, bajo cualquier causal que se pretexte para acusarlos, Paul McCartney, Ringo Starr, los herederos de John Lennon, de George Harrison, de George Martin, la empresa Apple, etc., deban acudir a tribunales a defenderse contra quienes se crean herederos de los personajes de cartón que el cuarteto de Liverpool decidió poner como fondo escénico en su álbum?)
Suceda lo que suceda en el juicio promovido por Elden, la figura de aquel encuerado niño dentro de una piscina seguirá ahí, firme, inamovible, sacudiendo nuestras neuronas iconográficas y, para los que somos fans del vinil, discográficas. Nada logrará retirar de la circulación ni impedir que una estampa así sea siempre pauta, referente, estereotipo, cliché de una época, igual que muchas otras portadas rockeras donde el ingenio y la creatividad iban de manita sudada con la audacia y la locochonería, al compás de los experimentos musicales que llevaban dentro.
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Calificamos de icónicas a ciertas imágenes cuando permanecen en la memoria y la sensibilidad colectivas. ¡Esas expresiones de azoro en los hombres que rodean al cadáver de Zapata! ¡Ese dramático instante en que un miliciano recibe la bala mortal durante la guerra civil española! ¡Ese impactante rostro del vietnamita asesinado en el centro de Saigón! ¡Esos profundos, interrogativos, temerosos ojos verdes de la niña afgana refugiada en Pakistán, que miran directamente al fotógrafo del National Geographic! Nos agitan, por decir lo menos. Tal vez nos trastornan o alteran nuestras existencias. Pero reflejan y explican la imagen que de sí misma tiene la humanidad.
Antier, las pinturas rupestres en las paredes de la cueva de Altamira. Ayer, el dedo de Dios insuflando vida al de Adán en los frescos que Miguel Ángel plasmó en la bóveda de la Capilla Sixtina. Hoy, el retrato de un infante nadador que, ya en plena adultez, denuncia ser víctima del trauma de haber aparecido en la carátula de un disco. Mañana…, mañana…, never mind what!
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