Nuestro México tiene muchos rostros, algunos nos provocan, entre otros, sentimientos de gozo, placer, admiración, satisfacción, otros nos conducen al miedo, incertidumbre, enojo, rabia, impotencia, indignación. Un rostro que ha estado presente en toda nuestra historia, es la pobreza, misma que al observarla en el espejo social, solemos solo mirarla de reojo, desviar la vista, cerrar los ojos, experimentar un sentimiento de compasión o deformar su realidad con falsas creencias y prejuicios. Mirar de frente al pobre, a la persona concreta, al desposeído, a ese ser humano que parece no tener recursos materiales que ofrecernos, nos confronta, nos conmueve y a algunos les provoca “rechazo, aversión y miedo”, eso que hoy llamamos aporofobia: miedo y rechazo al pobre.
A principios de los años cincuenta del siglo pasado, el antropólogo Oscar Lewis, publicó un libro intitulado “Antropología de la pobreza, cinco familias”, en esta obra, el autor describe, utilizando el método fenomenológico, la vida cotidiana de cinco familias que emigraron de pequeñas comunidades rurales para instalarse en la creciente ciudad de México. Los llamados jefes de familia vivieron de niños la revolución mexicana y sus promesas de justicia social y bienestar para todos. En su presente, al momento de emigrar, rondaban los 50 años y seguían siendo pobres, sin mayor esperanza que sobrevivir el día a día, mal alimentados, hacinados, analfabetas, muy distantes del progreso prometido. Como estas cinco familias, en esa época, cientos de miles más, abandonaron su vida en sus comunidades rurales y se fueron a probar suerte en las grandes ciudades. Se marcharon del campo llevando consigo su lenguaje, su forma de pensar, su organización familiar y social, sus costumbres y hábitos de alimentación, su vida religiosa. Fue una época de grandes transformaciones y de explosión demográfica, la ciudad de México, por ejemplo, pasó de tener un millón y medio de habitantes en 1940 a cuatro millones en 1957.
Cuatro de los migrantes del estudio de Lewis, pasaron de la pobreza rural a la pobreza en las periferias de la gran ciudad, solo una familia logró escalar económicamente. No obstante, el país tuvo algunos avances que en conjunto permitieron que algunos millones de mexicanos dejaran la pobreza extrema y pasaran a una pobreza moderada. Los hijos de estas cinco familias superaron los niveles educativos de sus padres y sin duda tuvieron una vida menos dura que los mismos.
Los nuevos millones de nuevos habitantes de la ciudad fueron modificando sus hábitos culturales y al estilo de la época adquirieron los impuestos por la televisión con su ideal de vida norteamericana. Describe el autor: “cada vez más, aumenta el número de población rural que duerme en camas en lugar de dormir en el suelo, usan zapatos en lugar de huaraches o en lugar de ir descalzos, usan pantalones comprados en la tienda en lugar de los calzones blancos de hechura hogareña, muelen su maíz en el molino, beben cerveza en lugar de pulque…del algodón al nailon y del mezcal al whisky”.
70 años han transcurrido y nuestro País sigue entrampado en la misma realidad: la migración hacia las ciudades no ha parado, las urbes crujen; más de la mitad de la población sigue viviendo en la pobreza, ya sea alimentaria, patrimonial o de capacidades y cerca de diez millones de mexicanos viven en pobreza extrema, misma que se ensaña con la población indígena, adultos mayores, personas con discapacidad, mujeres y niños.
La pandemia que sufrimos actualmente, sin duda profundizará el estado de pobreza de millones de compatriotas y otros tantos, por sus ingresos vulnerables, se sumarán a esa trágica lista. Urge que desde la política se prueben otros caminos, que se atemperen un poco las terribles desigualdades, se atienda a los más vulnerables, se fortalezcan las clases medias. Es indispensable que todos nos miremos de frente en el espejo común y hagamos nuestra parte.
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