Afirmar que uno de los sellos más mexicanos es nuestro vicio de suavizar el lenguaje con diminutivos equivale a descubrir el hilo negro. Más con orgullo que con pena, ejercemos a diario este vicio nacional. Nos fascina decir ahorita (cuando no ahoritita o ahorititita), apenitas, a la vueltecita, en la nochecita, al ratito, un momentito, con permisito. Jugamos a las adivinanzas con “Tito, tito, capotito”; a los trabalenguas, con “Pablito clavó un clavito en la calva de un calvito”; a las humoradas, con chistes colorados de Pepito. Cantamos gozosos “Estas son las mañanitas”, “De la sierra Morena, cielito lindo”, “Una poca de gracia y otra cosita”, “El dinero que yo gano, toditito te lo doy”, “Allá en la fuente había un chorrito, se hacía grandote, se hacía chiquito”.
Piensan algunos investigadores —y yo soy casi de igual opinión— que las raíces más hondas de tal hábito debemos rastrearlas en la manera como las culturas prehispánicas encaraban la vida y la expresaban con palabras. Eso lo habríamos heredado a través del sufijo náhuatl –tzin, tan diminutivo como afectivo y reverencial: Tonantzin (‘nuestra madrecita’), Cuauhtemoctzin (‘la venerable águila que desciende’). Hay vocablos en los que no imaginamos dicha raíz pero parece creíble su presencia, como mocasín (mo-cactli-tzin, ‘mi caclecito’, ‘mi venerado calzadito’). Y así como Malintzin, tlacuatzin y toloatzin se volvieron Malinche, tlacuache y toloache, es muy probable que también los mexicanismos habliche, lloriche, caguiche, pediche o pedinche, más otros con la misma terminación, vigentes sobre todo en Jalisco, sean híbridos castellano-nahuas: hablitzin (‘habladorcito’), lloritzin (‘lloroncito’), caguitzin (‘cagoncito’), peditzin (‘pedigüeñito’).
En lo literario, tuvimos al repentista Vasconcelos, llamado Negrito Poeta; al burlesco Fernández de Lizardi, con el Periquillo y la Quijotita; al abarrocado Valle Arizpe, padre del Canillitas. En lo escultural, preservamos la efigie dedicada por Tolsá a un soberano con cara de idiota bajo el nombre de ‘El Caballito’. En lo pictórico, reconocemos una mano maestra en las calaveritas de Posada. En lo político, nos sigue causando ternura que el pueblo llamó Panchito a Madero, y sonreímos con el mote de ‘El Nopalito’ que le aplicó a Ortiz Rubio.
¡Oh, qué finos somos para no herir susceptibilidades, qué ingeniosos para mofarnos de cuanto nos rodea, oh! Nosotros, los desterrados hijos de Coatlicue, merecemos subirnos al podio de la creatividad lingüística, colgarnos al pecho una presea de oro y morderla para la foto del recuerdo mientras ruedan goterones de agua salada por nuestras mejillas.
¿Dije presea de oro?… Ya merito ganamos más medallas, aunque sean de bronce (como accésit o premio de consolación, rompemos récords de honrosos cuartos lugares en competencias olímpicas). Ya merito festejamos medio milenio de resistencia indígena, dos siglos de haber roto los yugos gachupines, un día — cualquiera, el menos pensado— de recibir la exigida petición de perdón. Ya merito domamos la pandemia. Ya merito somos demócratas plenos. Ya merito ponemos un urgente hasta aquí a la pobreza extrema, a la violencia, a la corrupción. Todo por poquito, por tantito, por un pelito de rana calva.
Ahora sí, con el tiempo y un ganchito, termino mi colaboración de este dominguito feliz, feliz. Y lo hago con un punzante dicharacho, de esos que caen como anillo al dedo: “Ya merito la besa el pobre, nomás la pared le estorba.”
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