Tengo una morbosa seducción hacia el siglo XIX. Me parece un sastre acomedido pero chambón, que trató sin éxito de vestirnos como país. Sus trajes nunca terminaron por acomodarse al cuerpo de tan sui géneris república: holgados en exceso, algunos; demasiado justos, la mayoría. Una intentona; luego otra; después otra más. Nada. No hubo vestimenta política propicia para la talla de aquellos rejegos, incómodos, revoltosos Estados Unidos Mexicanos. Y para colmo, a mediados de la centuria, los vecinitos de arriba se agandallaron más de la mitad de nuestro ropero, dejándonos casi igual a un chinaco o un chinacate (ambas voces derivan de xinácatl, desnudo, y designan a la “persona desarrapada o que muestra las carnes por lo raído de sus ropas”, tal como las definió Carlos Montemayor en el Diccionario del náhuatl en el español de México, UNAM, 2017).
A la vez, me decepciona que pocas luminarias de la Historia le apliquen la lupa al XIX. Más que ningún otro siglo previo, es el sustrato orgánico donde a fin de cuentas logró enraizarse el árbol de esto que hoy no dejamos de llamar patria. Pudo haberse deshecho totalmente de nuestra multiculturalidad, sobre todo en lo lingüístico, e inclusive así lo propuso bajo el sagrado argumento de la unidad nacional; pero tal obsesión discriminatoria, por fortuna, no causó los estragos que se esperarían en circunstancias similares. En cambio, saturó de héroes y hazañas de bronce las efemérides cívicas, sin olvidar las estatuas, los bustos, los topónimos y la nomenclatura de calles, plazas, paseos o edificaciones públicas. A falta de un vestido a la medida, la nación optó por colgarse hasta el molcajete.
El ser y pensar en mexicano, cualquier cosa que ello signifique, lo forjamos entonces. Constituimos su herencia, aunque la mayor parte de él se haya sostenido en cuartelazos, bayonetas y un titipuchal de proclamas quítate-tú-para-ponerme-yo, desde la Independencia hasta la Revolución. Sin embargo, volvemos el rostro hacia otro rumbo o ninguneamos lo que sucedió en el ínter, como si analizarlo con rigor histórico y en su contexto fuese un pecado arcaizante. Mejor, pues, ¡a celebrar (bueno fuera a conmemorar, literalmente: co-traer a la memoria) las fechas fijas, los años redondos, para que a manera de referencias convenencieras justifiquen y contrasten cuan cambiados se nos asegura que estamos ahora!
Desde muchos puntos de vista, no hallo gran diferencia entre lo ocurrido durante ese siglo y el momento mexicano actual. Tan preocupantes fueron los mil y un fusilamientos a los contrincantes o rebeldes del XIX, como son los asesinatos impunes a quienes buscan un cargo de elección popular en 2021. Tan peligrosas eran las cacerías y excusas baladíes para encarcelar a la disidencia en aquel tiempo, como siguen siendo las arbitrarias denostaciones hacia quienes osamos criticar u opinar diferente en nuestros días.
Por extraña asociación de ideas, lo anterior me recuerda aquel par de versos de una añeja canción popular de principios del siglo XX, La cautela, tal como la escuchó en sus recopilaciones de campo y luego la cantó y grabó en un disco la folclorista Concha Michel: “Hacemos de cuenta que fuimos basura, / vino el remolino y nos alevantó…”
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