Garlito
“El viento de mi ciudad ha tenido el empuje que da al pachuqueño ese coraje para soportar todas las adversidades y cobrar calidad de airón al penacho que llevamos orgullosamente como un símbolo. Es el genio juguetón, el niño terrible a veces, que gusta de sonrojar a las doncellas con sus atrevimientos donjuanescos”. Hallé este texto de Don Rafael Cravioto Muñoz, en publicación antigua también, de Don Anselmo Estrada Alburquerque; extenso, me hizo recordar las tardes de Pachuca, no del tiempo de los maestros, sino de hace poquito, considerando los evos de la Historia; esa ciudad es la nuestra que se resiste a desaparecer, o no debería.
Aire
Emoción personal es descubrir apasionados pachuqueños discurriendo sobre su Pachuca, la que les toca vivir; lugar común mentalidades distintas, percepciones contradictorias, discursos románticos, cursis, enfebrecidos revolucionarios, clandestinos, legales e ilegales; la Historia no es un ejercicio anciano, pasatiempo arcaico, sin pista del futuro, visado del progreso, conocerla para no repetirla, protegerla para construir; Rafael y Anselmo, (luego hablaremos de otros), son de esa rara especie nutrida en el barrio y callejón minero, en la rudeza del tiempo cuando el dinero se extraía a golpes con las piedras y tragos de pulque para morir por lo menos, beodos; ellos me llevaron a las tardes de Pachuca y sus delicias.
En los años 70´s del siglo pasado, el viento de las tardes de Pachuca estaba impregnado de sonidos, ráfagas de viento entremezclado con campanas dolientes y música de danzón del barrio alto, grito de los silbatos de minas anunciando el término de la jornada, el rumor de San Juan y Loreto, aguzando el oído lo oías; ladridos de perros y nuevamente la música guapachosa que emanaba de los barrios del oriente, entonación y melodía inconsciente en la memoria del pachuqueño; por años esta ciudad estuvo amenizada con canciones de la zona roja, epicentro del centro; datos casi oficiales dicen que el pueblo no tenía más de 90 mil ciudadanos, el silencio aún era una característica (con la pandemia volvió solo que siniestramente); a lo lejos, en lontananza, el chiflido de un carro de camotes, rompía el orden y alentaba la rebeldía; amarrando el hilo de la güila que revoloteaba acariciada por el viento, para comprar dulces y una rareza de barrio, hoy en plena extinción: los carritos de camotes.
Libre
No solo eso, la antigua Pachuca tenía sus propios dulces, las históricas palanquetas de piloncillo o azúcar, un dulce tradicional popular atentatorio a la dentadura, exquisito y en momentos interminable, después llegaron palanquetas de pepitoria y los exuberantes piñones, las trompadas y los macarrones de leche; industria dulcera que permanece precariamente y que por aquel entonces comenzaba a sufrir los embates de los monopolios dulceros del mundo, hasta eso han intentado desaparecer; aunque totalmente cosmopolitas los churros empolvados de azúcar eran otra costumbre arraigada por las tardes y más si el frío arreciaba con un chocolate, pero inolvidables figuras urbanas, los carritos de camotes y plátano macho, un personaje silbante que recorría las calles y a lo lejos otro colega, respondía el chiflido; eran las delicias urbanas de Pachuca, tradiciones y costumbres que ahora están difusas entre la modernidad.
La voz de la actual Pachuca es diferente, el viejo viento que aparece cada tarde, no trae ya la música de los cabarets de aquella zona y solo una mina despistada llega a sonar su silbato recordando tiempos de bonanza perdida; pocos cronistas como Don Rafael Cravioto Muñoz que persiguió el viento de la ciudad: “Pachuca no sería Pachuca sin su viento. Y el viento se siente feliz en Pachuca. Y desde el Tajo al Bordo hasta los jales de Santa Julia, emprende vertiginosa carrera a través del tobogán de la cañada y va a recostarse ondulando ociosamente en el valle”; esto también es una delicia pachuqueña.
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