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Delicias pachuqueñas

Garlito

“El viento de mi ciudad ha tenido el empuje que da al pachuqueño ese coraje para soportar todas las adversidades y cobrar calidad de airón al penacho que llevamos orgullosamente como un símbolo. Es el genio juguetón, el niño terrible a veces, que gusta de sonrojar a las doncellas con sus atrevimientos donjuanescos”. Hallé este texto de Don Rafael Cravioto Muñoz, en publicación antigua también, de Don Anselmo Estrada Alburquerque; extenso, me hizo recordar las tardes de Pachuca, no del tiempo de los maestros, sino de hace poquito, considerando los evos de la Historia; esa ciudad es la nuestra que se resiste a desaparecer, o no debería.

Foto: Carlos Sevilla

Aire

Emoción personal es descubrir apasionados pachuqueños discurriendo sobre su Pachuca, la que les toca vivir; lugar común mentalidades distintas, percepciones contradictorias, discursos románticos, cursis, enfebrecidos revolucionarios, clandestinos, legales e ilegales; la Historia no es un ejercicio anciano, pasatiempo arcaico, sin pista del futuro, visado del progreso, conocerla para no repetirla, protegerla para construir; Rafael y Anselmo, (luego hablaremos de otros), son de esa rara especie nutrida en el barrio y callejón minero, en la rudeza del tiempo cuando el dinero se extraía a golpes con las piedras y tragos de pulque para morir por lo menos, beodos; ellos me llevaron a las tardes de Pachuca y sus delicias.

Foto: Carlos Sevilla

En los años 70´s del siglo pasado, el viento de las tardes de Pachuca estaba impregnado de sonidos, ráfagas de viento entremezclado con campanas dolientes y música de danzón del barrio alto, grito de los silbatos de minas anunciando el término de la jornada, el rumor de San Juan y Loreto, aguzando el oído lo oías; ladridos de perros y nuevamente la música guapachosa que emanaba de los barrios del oriente, entonación y melodía inconsciente en la memoria del pachuqueño; por años esta ciudad estuvo amenizada con canciones de la zona roja, epicentro del centro; datos casi oficiales dicen que el pueblo no tenía más de 90 mil ciudadanos, el silencio aún era una característica (con la pandemia volvió solo que siniestramente); a lo lejos, en lontananza, el chiflido de un carro de camotes, rompía el orden y alentaba la rebeldía; amarrando el hilo de la güila que revoloteaba acariciada por el viento, para comprar dulces y una rareza de barrio, hoy en plena extinción: los carritos de camotes.

Libre

No solo eso, la antigua Pachuca tenía sus propios dulces, las históricas palanquetas de piloncillo o azúcar, un dulce tradicional popular atentatorio a la dentadura, exquisito y en momentos interminable, después llegaron palanquetas de pepitoria y los exuberantes piñones, las trompadas y los macarrones de leche; industria dulcera que permanece precariamente y que por aquel entonces comenzaba a sufrir los embates de los monopolios dulceros del mundo, hasta eso han intentado desaparecer; aunque totalmente cosmopolitas los churros empolvados de azúcar eran otra costumbre arraigada por las tardes y más si el frío arreciaba con un chocolate, pero inolvidables figuras urbanas, los carritos de camotes y plátano macho, un personaje silbante que recorría las calles y a lo lejos otro colega, respondía el chiflido; eran las delicias urbanas de Pachuca, tradiciones y costumbres que ahora están difusas entre la modernidad.

Foto: Carlos Sevilla

La voz de la actual Pachuca es diferente, el viejo viento que aparece cada tarde, no trae ya la música de los cabarets de aquella zona y solo una mina despistada llega a sonar su silbato recordando tiempos de bonanza perdida; pocos cronistas como Don Rafael Cravioto Muñoz que persiguió  el viento de la ciudad: “Pachuca no sería Pachuca sin su viento. Y el viento se siente feliz en Pachuca. Y desde el Tajo al Bordo hasta los jales de Santa Julia, emprende vertiginosa carrera a través del tobogán de la cañada y va a recostarse ondulando ociosamente en el valle”; esto también es una delicia pachuqueña.

Foto: Carlos Sevilla

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