Juego el doble privilegio de ser lector cotidiano de periódicos y opinador semanal en uno de ellos. En mi primer papel, estoy habituado a la diaria revisión analítica del editorial, la columna, la noticia, el reportaje, la entrevista, la caricatura, la fotografía, la cartelera cultural, etc. Además de mantenerme informado, todas estas ramas del árbol periodístico me dan pie a reflexionar y suelen ser potenciales inspiradoras de enfoques o temas tratables cuando me siento ante la computadora para desempeñar mi segundo papel.
El problema, al menos para mí, llega en las temporadas vacacionales: semana santa, junio-julio, Lupe-Reyes. Son fechas en que columnistas, moneros y reporteros gráficos acostumbran tomarse un merecido asueto y sus espacios vacíos los cubren colaboradores emergentes (no siempre, para ser francos, dotados del atractivo de los titulares). O bien, ediciones con páginas enteras de infografías, collages y resúmenes anuales de noticias, más uno o dos artículos anodinos de relleno, escritos por lo común a la trompa talega.
Como lector, dichos huecos me sitúan en la orfandad, el abandono, el desamparo. Como opinador, sin cuestionar el beneficio al descanso que de tarde en tarde nos arrogamos los comentaristas, me debato en una vacilación ética y vocacional. ¿Qué onda con quienes nos leen cada veinticuatro horas o semana tras semana? ¿Los mandamos también a vacacionar? ¿Tenemos derecho a negarles su derecho a la lectura de nuestros pensamientos y sentires? ¿Apelamos a su tolerancia o benevolencia, por no decir que a su complicidad?…
Nada fácil es la respuesta a semejante dilema sin caer en inequidades e injusticias, o sin que alguien me endilgue el calificativo chavafloresco de “romántico insoluto”.
(Caso similar me ocurre desde mediados de 2020, cuando la cadena nacional del diario al que estoy suscrito en Pachuca decidió suprimir su edición impresa del domingo. Tal vez parezca exceso o síntoma de mi incurable lectoadicción, pero no me sabe igual el desayuno dominical si al lado me falta un diario para devorarlo completo, al parejo de la fruta, el jugo, el tamal y la pieza de pan dulce, entre sorbos a un resucitador café de grano. ¡Y pensar que antes, en la época dorada del diarismo, cualquier periódico importante de ese día era el más esperado por toda la familia; el más rechoncho y, en consecuencia, de costo superior; el encartado con varios suplementos de cultura, arte, turismo, gastronomía, tiras cómicas; el de textos escritos por literatos de postín como invitados especiales; el leído sin prisas y con mayor detenimiento que de lunes a sábado!)
Quizá más de un colaborador periodístico piense que hay poco interés en su público cautivo durante esas temporadas. Tan escasa es la demanda —han de suponerlo así, porque sin duda el lector está de hueva vacacional en una playa y no atado a la reclusión impuesta por la pandemia—, que no conviene quebrarse la cabeza escribiéndole. Por supuesto, difiero de tal punto de vista, aunque lo comprenda y lo respete. Mis derechos como parte lectora en este juicio también tienen su corazoncito. Las 365 jornadas del año.
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