Mano de obra importada

Mano de obra importada

Por años, en México se ha debatido sobre las mutaciones del crimen organizado y sus ramificaciones globales. Pero pocas veces se había escuchado una historia que, a pesar de nacer del narco, contradice uno de sus clichés más arraigados: la idea de que los cárteles mexicanos buscan extender sus dominios al otro lado del Atlántico. El periodista belga Arthur Debruyne, corresponsal en México entre 2015 y 2021, lo descubrió de forma accidental en 2019. Ese año, mientras vivía en la Ciudad de México, recibió una noticia que cambió su rumbo profesional.

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“Me llega una noticia de que en un pequeño pueblo en Países Bajos encontraron en un barco un laboratorio de metanfetamina… y no solo eso: dentro había tres mexicanos que hacían el trabajo de cocinar la droga”, respondió a este medio.

En su libro El narco mexicano en Europa, Debruyne desarma uno de los imaginarios más potentes —y más erróneos— sobre el crimen organizado: la supuesta llegada de cárteles mexicanos a Países Bajos y Bélgica para disputar el mercado de drogas sintéticas.

Aquel caso encendió la alarma pública: “causó preocupación, consternación… por la llegada de cárteles mexicanos”, recuerda Debruyne. Pero lo que encontró al investigar a fondo fue algo mucho más complejo —y menos cinematográfico.

Una historia que no encajaba

“Hasta aquel entonces no habían encontrado laboratorios de metanfetamina en Países Bajos”, recuerda Debruyne.

“No era un país ajeno a la producción de drogas sintéticas, pero sí al cristal. Durante décadas los holandeses dominaron la fabricación de MDMA, éxtasis y anfetaminas tradicionales, pero no la metanfetamina. Su problema era técnico. Nunca descifraron la forma de producir el cristal de una forma redituable… siempre se quedaban con la mitad en desechos, y esos precursores son caros”, menciona el periodista.

En ese vacío entraron los mexicanos. Pero no como lo temía la opinión pública europea.

“Inmediatamente surgió el pánico de que llegaban los cárteles mexicanos a imponerse y a usar violencia”, cuenta. Sin embargo, conforme investigaba más, la realidad se volvía evidente: “Yo documenté unos 30 mexicanos arrestados desde 2017… todos cocineros. Pero trabajaban al servicio del narco europeo, del narco holandés. Los holandeses eran dueños del negocio, de los laboratorios, de la producción”.

Para los grupos criminales europeos, contratar cocineros mexicanos resultaba rentable: pagar 20 mil o 30 mil euros por un especialista que podía producir una o dos toneladas de cristal era un buen negocio. “Esa droga podía valer cinco u ocho millones de euros”, explica Debruyne.

Los cocineros: el eslabón más bajo

El perfil de estos cocineros dista mucho de la figura enaltecida del narco por los seguidores de estos delincuentes.

“No son gente con formación en química; saben lo básico. A veces incluso este intermediario mexicano que los llevaba o contrataba les daba instrucciones por WhatsApp.

“Dormían dentro de los laboratorios clandestinos, trabajaban en condiciones insalubres y arriesgaban la vida en instalaciones que con frecuencia explotaban. Son empleados. Están en el eslabón más bajo del narco”, sentencia el periodista.

Muchos provenían de regiones marcadas por transformaciones económicas abruptas. Como dos hermanos originarios de Durango, cuya historia Debruyne siguió desde su juicio en Países Bajos hasta su regreso a Culiacán.

“Crecieron en el llamado Triángulo Dorado, donde la economía familiar dependía del cultivo de amapola y marihuana… pero la legalización de la marihuana en Estados Unidos y la llegada del fentanilo acabaron con esos mercados”. Así, la migración hacia Culiacán, y luego hacia Europa, fue para ellos una salida laboral inesperada.

Negocio sin cárteles… y sin violencia

El hallazgo más sorprendente de Debruyne es el descubrir que no hay amenazas ni violencia.

Las autoridades europeas interceptaron mensajes encriptados entre los narcos holandeses y los cocineros mexicanos.

“Lo más sorprendente es que va en contra de las expectativas y de los prejuicios. Nunca hubo amenazas, nunca hablaron de violencia. A los mexicanos detenidos nunca se les encontró ni un arma”.

Y, a diferencia del imaginario popular, jamás se trató de células del Cártel de Sinaloa intentado asentarse en Europa.

“Esos mexicanos no se quedaban con la droga, no eran dueños de nada… eran mano de obra importada”, resalta el autor.

Un Pablo Escobar holandés

El negocio funcionaba mediante intermediarios mexicanos que vivían entre Europa y regiones productoras en México. Debruyne logró entrevistar a uno de ellos, uno originario de Buenavista, Michoacán.

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“Los holandeses lo apodaron Pablo Escobar… aunque claro, era solo un sobrenombre del cristal. El intermediario acabó condenado a casi 15 años de prisión en Países Bajos, el doble que varios de los narcos holandeses que realmente dirigían la operación.

“La justicia holandesa quiso hacer un ejemplo de él para desmotivar a otros mexicanos”, reflexiona.

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