Por: Dino Madrid
Hay algo paradójico en ciertas dinámicas políticas actuales, especialmente en sectores de la izquierda: mientras más se intenta desmentir un relato considerado falso, más oxígeno parece recibir. Es como intentar apagar un fuego soplándole directamente.
Pensemos en esos debates interminables en redes sociales. Alguien comparte una estadística dudosa o una narrativa simplificada sobre la economía, la migración o la seguridad. Inmediatamente, otros saltan a rebatirla con datos, gráficos, estudios. Pero algo curioso sucede: el mito no desaparece. Al contrario, se expande. ¿Por qué?
Porque cada vez que repetimos algo para negarlo, primero lo estamos repitiendo. “No es cierto que X” empieza reconociendo X como tema de conversación. Y en política, controlar la agenda —decidir de qué hablamos— suele ser más importante que ganar el argumento técnico.
La izquierda, acostumbrada al análisis crítico y al debate de ideas, cae a menudo en esta trampa. Se dedica a desmontar con rigor académico cada falsedad, armada de fuentes y razonamientos sólidos.
Pero olvida que la política no se juega solo en el terreno de los hechos verificables. Se juega también en el de las emociones, los relatos y los símbolos.
Cuando dedicamos nuestra energía a perseguir cada mito para desmontarlo, estamos aceptando jugar en la cancha del adversario. Nos convertimos en reactivos en lugar de propositivos. Y mientras tanto, no estamos construyendo nuestras propias narrativas, las que podrían conectar con la gente desde sus esperanzas y no desde el miedo o la indignación.
Además, existe un problema de método. Muchas veces se asume que basta con presentar la información correcta para que las personas cambien de opinión. Pero sabemos que no funciona así. Las creencias políticas están entrelazadas con la identidad, con el grupo al que pertenecemos, con nuestras experiencias vitales. Un dato, por preciso que sea, difícilmente deshará todo eso.
Lo más preocupante es que esta dinámica genera agotamiento. Se invierte tanto tiempo en la refutación constante que no queda espacio para imaginar y comunicar alternativas. La política se vuelve defensiva, siempre explicando lo que no somos, lo que no queremos, por qué los otros están equivocados.
Quizás la lección sea más simple de lo que parece: no todo merece respuesta. No todo mito necesita ser perseguido hasta el último rincón de internet. A veces, el mejor antídoto contra una mala idea no es su refutación exhaustiva, sino una idea mejor, más potente, más movilizadora.
La política de izquierda tiene historias poderosas que contar: sobre dignidad, justicia, cuidado colectivo, horizonte común. Pero esas historias quedan sepultadas bajo montañas de desmentidos y aclaraciones. Y así, sin quererlo, terminamos siendo los mejores aliados de aquello que queríamos combatir.
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