Dichoso de mí que jamás he sido residente, ni siquiera temporal, en Estados Unidos. Y hoy, con mayor razón. Carezco de la virtud de soportar estoicamente las miradas de odio de la gringada por el solo hecho de que mi piel es morena y mi nombre y apellidos son hispanos. La cotidiana angustia de ser tratado como ilegal y por tanto como maleante, invadido durante una redada en mi propio domicilio, expulsado de la escuela adonde asisto, detenido en mi lugar de trabajo, esposado en un parque, un estadio, un centro comercial o en la calle y llevado a un reclusorio de migrantes o deportado, como si fuese yo un trapo cualquiera, significaría un golpe mortal a mi carácter. Por decisión propia, me he librado hasta ahora de aplicarme aquella sentencia que se atribuye a José Martí: “Conozco al monstruo porque he vivido en sus entrañas”.
Ni de chiste me atraen las monstruosas entrañas de nuestro vecino país del norte. Sus paisajes sí me agradan, sobre todo sus parques nacionales (¡cómo sigo lamentando que hace años, por pruritos de mi entonces pareja, renuncié a una beca que me habrían otorgado para recorrer algunos de ellos!), pero nada tentador me resulta el quimérico American way of life. Detesto la frialdad del gringo, su prepotencia, su dogma de creerse ombligo del mundo, su cultura descafeinada, su monetarismo rampante. ¡Ay, ese axioma infame que se saca de la manga al primer pretexto: “Time is money”! ¡Ganas me dan de refutárselo con el verso aquel de Reato Leduc: “La dicha inicua de perder el tiempo”!
(Y a propósito de money, leí que el rostro del tal Donald Trump estará presente en las nuevas monedas de un dólar que pronto emitirá el Tesoro de Estados Unidos; que bajo de aquella faz arrogante se escribirá el clásico credo etnocentrista yanqui de “In God we trust”; y que el reverso de la moneda incluirá una nueva consigna, muy trumpiana, quizá a manera de salvoconducto para extender sus locuras arancelarias: “Fight!, Fight!, Fight!” … Nada más le falta al retrato una corona de laurel en la frente, y entonces sí: ecos de la Roma imperial, del césar autocrático en busca de eternizarse en los anales de la Historia.)
No tengo visa de Estados Unidos como para morderme las uñas por el miedo de que me la quiten y no pueda entrar a sus peligrosos y racistas dominios. ¿Qué ganaba con haberla tramitado alguna vez? Mejor aquí sigo, en mi entrañable México de siempre, donde nací, he vivido y moriré. Orgulloso de ser mexicano, pero no chovinista, porque nunca dejaré de ser universal.
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