Ocupémonos de lo importante

Por el bien de la nación nada nos debe ser ajeno. Para la salud de la república todo importa. De la vida pública interesan las grandes decisiones, tanto como las circunstancias menores. Lo proveniente de fuera debe estar en el radar del Estado nacional, como lo sucedido en el territorio registrarse en las agendas federal, estatales y municipales.

La rapidez de las comunicaciones permite información en tiempo real y con esa velocidad la mejor toma de decisiones. El problema está en el cúmulo de contenido. De ahí el riesgo de perderse en el mar de la intrascendencia, donde sobresalen los hechos más mediáticos para alimento de la conversación; y soslayar lo trascendental, aquello de repercusiones más allá de la inmediatez.

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Ese ambiente nos atrapa, perdemos de vista lo importante ante lo escandaloso. Nos estacionamos en el día a día alejándonos del horizonte. La discusión se estanca en la noticia más llamativa, sin una valoración seria ni medianamente informada.

El momento disruptivo, hoy característico de la vida mundial, genera tendencias informativas con un amplio espectro de criterios, intereses y estilos, dirigidos a moldear una opinión pública más interesada en la nota misma, no en el contenido y menos en su intención, poco atenta a la veracidad, privilegia el tono de la emisión. De esa forma, la discusión no siempre está centrada en el núcleo sino en la envoltura del acontecimiento.
No es una situación novedosa.

Lo riesgoso, como siempre ha sido, es la distracción hacia lo menos importante. El arco de posibilidades diarias, en medios informativos digitales e impresos (ahora en paulatino desuso), nos lleva de lo baladí a lo fantasioso, de la ruindad al delirio, de lo preocupante a lo interesante, del talento al mal gusto, de lo superfluo a lo intimidante, de lo ameno al descrédito; y así hasta la saturación y el desinterés.

El problema está en ese desinterés por la cosa pública, y la confusión por no alcanzar a diferenciar la observación inteligente y propositiva, de la reacción irascible y mediocre. El resultado es un estancamiento, en el debate y la imaginación de un status superior, cuando gana la mediocridad de la crítica estancada en la descalificación repetitiva.

La apuesta debe ser elevar el nivel de la discusión a partir de un interés más racional, de amplia tolerancia, argumentos objetivos, propositivos, expresados con lenguaje claro y accesible, donde incluso la diatriba sea elegante. ¿Será mucho pedir?

Para las generaciones a quienes nos ha tocado vivir en este continuum de sucesos inimaginables, es responsabilidad ineludible contribuir a superar el choque del cambio y asimilarlo con pragmatismo. No es la primera – tampoco será la última -, época de mutaciones, ha sido la historia de la humanidad con largos periodos de inamovilidad, y alteraciones abruptas, de terciopelo algunas, violentas y hasta catastróficas otras.

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Más conviene aplicar la energía en resolver los graves faltantes en temas vitales, a gastarla en afrentas anecdóticas; mejor imaginar soluciones viables a mantener la mirada en el retrovisor. En la abogacía, particularmente, es un reto: adelantar propuestas sin desechar principios; actualizar perspectivas sin renunciar a ideales.

El Estado democrático de derecho debe ser el norte invariable hasta advertir uno mejor; pero siempre perfectible. Lo importante será ajustar tiempos y rutas, acompasar compromisos con posibilidades. Y no predecir la derrota sin antes imaginar la batalla. Toda modificación es posibilidad de reinventar el estado de cosas.

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