Tenemos matices escritos. No escribimos el mismo castellano en México que en otros países. Aquí, hasta para redactar un simple memorándum u oficio, abusamos de los rodeos y del alargamiento de las frases. Construimos oraciones al ahisevá. Nuestra puntuación raya en lo anárquico. Y ni hablar de la loca de la familia: la ortografía, fiel reflejo del más acendrado valemadrismo nacional. Todo ello es notorio, tanto en simples mensajes por celular como en notas periodísticas, e incluso en obras dizque literarias. Al menos en cuanto a la escritura, ¿dónde quedó el proverbial ingenio del que los desterrados hijos de Coatlicue nos creíamos dioses? ¡Ay, malditos autocorrectores de textos!
Tenemos matices orales también. No me refiero únicamente a las clásicas muletillas («este…», «bueno…», «digo…», «te juro que…», «agarró y se sentó…», «sí, la verdad es que…», etc.), sino al tono de voz, al acento, a lo que llamamos entre burlona y cariñosamente el “tonito”. Quienes habitan en estados lejanos del centro del país dicen que acá hablamos “cantadito”, y quienes vivimos acá pensamos que no, que es en Chiapas, en Tabasco, en Yucatán, en Nuevo León o en Chihuahua, por citar sólo cinco entidades cuyo timbre vocal estereotipamos, donde hablan con “tonito”. Cuestión de oídos. Y de identidades regionales que haríamos bien en respetar, porque diversifican y enriquecen el mapa auditivo de la república.
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Como sea, escrito o hablado, el problema está en otro tipo de tono: el violento, el agresivo, el insultante, el denigrante, el impositivo, el virulento. En esas trampas tonales nos hallamos presos, sin distinción de geografías, géneros, clases sociales o niveles económicos. Lo que antaño estaba proscrito, hoy pasa por ser un hábito. No comunicamos, no exponemos un punto de vista, no argumentamos razones. Amparados en un comodino anonimato o un cobarde seudónimo, atacamos desde la primera palabra, rebajamos a quien nos oye o nos lee, pisoteamos su dignidad. De ahí al sadismo parece no haber más de un paso. Y que no intente defenderse, porque le irá peor.
Aunque ni siquiera suban el volumen de su voz, sentimos que muchas personas nos “hablan golpeado”, con una rudeza que creemos no merecer. Y es que herir susceptibilidades es casi un trauma histórico que padecemos, parte inseparable de nuestra idiosincrasia. Algo así como la famosa justificación, antaño tan común (y de refilón, tan morbosa) publicada a ocho columnas en los periódicos alarmistas: “Lo maté porque me miró feo”. O aquella otra falacia absurda, aún hoy esgrimida: “Ella se lo buscó”.
Todo es según el color del tono con que se hable o se escriba, sería la moraleja. Y mientras, dado que igualar tonos se antoja utópico, sigue el caos comunicativo. ¿Es mucho exigir bajarle al tono abusivo, injurioso y pendenciero en nuestras relaciones humanas y mensajes?, ¿refrenar la hiel a que nos hemos malacostumbrado?, ¿quitarle lo cotidiano a la bilis que nos fascina derramar? Bastante analfabetismo tenemos ya en las redes sociales y las gritonerías callejeras, como para, encima, intoxicarlas más con nuevos odios, a tono con la violencia imperante de estos tiempos.
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