Al federalismo mexicano lo anularon el presidencialismo y la carencia de identidad regional. La voz presidencial puede afirmar la inutilidad de las instituciones locales sin el mínimo reclamo desde las entidades federativas. Un señor, comisionado para la reforma electoral pensada y diseñada desde un escritorio en la capital de la república, pontifica para anunciar el nuevo horizonte democrático visto desde el mirador del gobierno federal, para una ciudadanía incapaz de construirla, menos decidirla, conforme la diversidad de sus propias experiencias y expectativas regionales.
La participación de los estados en el predeterminado proceso de consulta se reduce al apoyo de sus gobiernos para realizar los foros de consulta en todo el país, por la falta de un presupuesto para el propósito; de opinar ni se preocupen, ya irán a hablar quienes si saben.
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Nada nuevo bajo el sol mexicano. Continuación de prácticas centralistas, desde el establecimiento mismo del sistema federal en la Constitución de 1824, a contrapelo del pacto federativo, avasallado por un presidencialismo, primero de caciques luego de caudillos, sostenido en la hegemonía de un partido oficial desde la posrevolución y hasta la alternancia llegada con el siglo XXI.
El otro factor en la ecuación es la falta de identidad regional suficiente para participar en las grandes transformaciones nacionales, más acentuada conforme a la cercanía geográfica del centro. Por eso, a golpe de decisiones políticas desde el poder central, los estados disminuyeron su presencia y capacidad negociadora, al extremo de la anulación.
Fue un proceso degradante del Pacto Federal, el espíritu de la letra constitucional se olvidó, si acaso llena un breve renglón en los discursos oficiales. No más. Nuestro federalismo es una gran ficción nacional, sabido y tácitamente aceptado, sin recato desde el gobierno federal, ni tantito pudor en las instituciones estatales.
Como si la diversidad nacional no obligará a evitar absolutos en las normas jurídicas, estas se votan en el Congreso de la Unión, sin importar su impacto en las regiones, ni la valoración elemental, lejos de las realidades locales determinadas por geografía, historia, economía, comunicaciones, tradiciones, composición social, grupos de poder, etc,
En ese trayecto, el Senado de la república desdibujó su representación, confundiéndola con la representación nacional, cuando la suya es la de las treinta y dos entidades federativas, al votar normas tantas veces contrarias al interés de ellas, sus representadas. Leyes nacionales, códigos nacionales, instituciones nacionales, sistemas nacionales, programas nacionales, anularon las capacidades de estados y municipios.
El estado de cosas hace del federalismo mexicano otro gran faltante del constitucionalismo latinoamericano, atrofiado por el hiperpresidencialismo y la ausencia de una cultura federal, como detalladamente lo explica el constitucionalista colombiano Juan Carlos Covilla Martínez, de la Universidad Externado, en su ensayo La apariencia del federalismo, la descentralización y la autonomía territorial en Latinoamérica (Las promesas incumplidas del constitucionalismo latinoamericano, tirant lo blanch, 2024).
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Entre la improbable posibilidad de retomar el rumbo del original sentido federalista de la república, y la realidad de un centralismo galopante, imaginemos un nuevo formato del precepto constitucional para superar la farsa de su vigencia y propiciar fórmulas novedosas hacia su desarrollo.
Esta semana haré esa propuesta en la Academia Mexicana de Jurisprudencia y Legislación que me ha distinguido para ocupar su sillón número 19, en honrosa sucesión de don Carlos Sánchez Mejorada y Velasco, abogado de prosapia hidalguense.
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