Es la música una de mis zonas favoritas de confort. En ella me muevo, con ella me comunico, hacia ella extiendo mis brazos. Sin su influencia no podría explicarme quién soy y para qué soy. Desde niño, con el bolero y la canción ranchera; desde adolescente, con el rock; desde adulto joven, con la música medieval, la barroca, la sinfónica; desde siempre, por razones umbilicales, con el son huasteco y el huapango. Por eso me declaro fan de los medios donde se trasmite: la radio, los discos, ahora también los videos con audiciones y conciertos subidos a la nube internética. Son confortantes experiencias donde suelo recluirme para prolongar la vida y darme una válvula de escape.
Si escuchar música equivale a automedicarme un tónico reconstituyente, el hecho de grabarla —sea en campo, sea en estudio— y difundirla después en mis espacios radiofónicos, se convierte en el complemento vitamínico ideal para apuntalar esta vocación. ¿Qué ganaría con jubilarme de Radio Educación y perder así los privilegios que me ofrece el preservar mediante grabaciones de música popular algo de la cultura de mi país? ¿Dónde más podría ser de utilidad lo que he acumulado profesionalmente en mi trayectoria de melómano?
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Escribo esto todavía bajo los efectos emotivos de haber grabado en fechas recientes dos series de audios de valor incalculable para mí. Primera serie: la treintena de sones de costumbre, de boda y de carnaval que en su privilegiada memoria guarda Celerino Hernández Pascuala, violinista indígena de noventa y tantos años (desconoce su verdadera edad), tesoro viviente de la tradición melódica de la Huasteca en su pueblo de Reyixtla, Ver. Y segunda serie: los 14 temas, también huastecos, que interpretaron las niñas y niños del taller “Semillas del Balcón”, cuyas edades fluctúan entre los 8 y los 16 años, traídos desde Chicontepec, Ver., por Javier Sánchez Hernández, su ejemplar maestro de apenas 27 años… ¡Se me enchina la piel nada más de recordar la nobleza, las sonrisas y el entusiasmo de don Cele en la primera sesión y de la muchachada en la segunda!
En estos casos tengo por norma (o si quiere vérsele así: por ética) no fragmentar en pistas las voces e instrumentos para mezclarlos después, como se acostumbra en la industria discográfica. Prefiero grabar de primera intención, en directo, para que los músicos sientan que están en su casa, en una fiesta familiar o, si acaso, en algún foro, no en un estudio formal donde confían en que sus pequeñas equivocaciones eventuales podrá parcharlas más tarde el ingeniero de audio mediante un simple click en la computadora. Si la juzgo necesaria (o ellos mismos la piden), hacemos una segunda toma, quizá una tercera, hasta quedar satisfechas ambas partes. La inmediatez, la frescura, la naturalidad; vaya: lo más cercano posible a una fotografía musical espontánea, sin poses ni retoques. Es mejor la fidelidad (en consecuencia, la honestidad) que aconcharme en la inteligencia artificial de un engañoso perfeccionismo.
Aunque sea con estos granitos de arena, correspondo a los apapachos que una musa, Euterpe, y una santa, Cecilia, han prodigado en mi existencia. Hoy hago mío lo dicho por Gabriel García Márquez a Jomi García Ascot: “Lo único mejor que la música es hablar de música”, pero añadiéndole mi propio remate: “…y grabarla”.
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