Columna Dogma

Algunos elementos sobre violencia machista

Comprender la violencia de género hacia las mujeres requiere un trabajo sistemático y persistente, desde la teoría y la vida diaria, con todos los hombres.

El machismo supone la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Está instaurado en la sociedad a través de actos físicos, psicológicos, emocionales, individuales e institucionales. Estas acciones buscan controlar, dominar, manipular y obtener de las mujeres algún beneficio, material, emocional, psicológico, sexual.

La psicóloga Lori Heise, en su modelo ecológico de la violencia hacia las mujeres, identifica al menos cuatro niveles en los que ésta se desarrolla: historia personal, microsistema; exosistema y macrosistema.

Sobre la historia personal, la investigadora considera oportuno revisar la infancia de los hombres para identificar las ideas machistas. Éstas se fermentan en las relaciones familiares que denomina como microsistema. Se suman las condiciones materiales, sociales, económicas de pareja y familiares que conforman el exosistema, y en conjunto actúan en el macrosistema formado por las instituciones y la cultura.

Implementando esos hallazgos en grupos con hombres que ejercen violencia hacia las mujeres, investigadores como Roberto Garda y Fernando Bolaños han identificado cuatro dimensiones del machismo: cognitiva, ideas y pensamientos; conductual, los comportamientos; emocional, sentimientos experimentados, y la corporal, sensaciones del varón, siempre en relación con las mujeres.

Esas experiencias grupales han aportado elementos para que los hombres identifiquen que su ejercicio de violencia es una decisión propia; reconozcan las ideas, creencias y condiciones que la aumentan; se propongan alternativas para detenerla y practicar otras formas de relacionarse con las mujeres.

Es decir, en la violencia machista hay elementos culturales, institucionales, familiares y personales de los hombres. En cada uno de esos contextos, se posibilita su ejercicio y reproducción. Esta violencia se refuerza diariamente en lo cotidiano.

Con relación a nosotros mismos, los hombres estamos programamos para dar resultados: rendir jornadas laborales extremas; demostrar nuestra virilidad permanente; beber hasta el último trago. Con relación a nuestra familia, entendemos la hombría como el hecho de ser los mejores proveedores del hogar, de mi pareja y de mis hijas e hijos: darles todo lo que yo no tuve. Frente a otros hombres, ser mejores que los demás en esos rubros.

Estas exigencias sumadas se traducen en malestar personal y social. Si aprendimos que ser hombres significa competencia, rendimiento, solvencia económica, entre otras ideas distorsionadas, y que por ello seremos validados por las mujeres, la familia y por otros hombres, es probable enfrentarnos al dilema del rencor.

Si mi trabajo no me paga lo necesario para cumplir con esos mandatos; si considero que mi pareja, mi familia y mis amigos no reconocen mi esfuerzo ¿hacia dónde dirijo mi frustración e impotencia?

No pretendo simplificar la violencia machista. Atender todos los factores que la crean y reproducen no puede ser tarea solo de quien la ejerce, aunque su análisis inicial sí es competencia personal. Y en lo colectivo, podemos hacer la diferencia.


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