La reciente ofensiva del gobierno de Estados Unidos contra los gobiernos emanados de la Cuarta Transformación no es casualidad. Es un discurso cada vez más agresivo desde Washington que, con tono moralista, condena la violencia y el narcotráfico en México mientras guarda un silencio cómplice frente al consumo masivo y la operación abierta de redes criminales en su propio territorio.
La semana pasada se difundió un reporte que asegura que en Hidalgo operan tres cárteles del crimen organizado, como si esa presencia fuera nueva, y peor aún, como si fuera producto exclusivo de esta administración estatal.
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Algunos políticos —de esos que suelen tener la memoria corta pero el cinismo largo— se apresuraron a usar el documento como arma de ataque político. Su discurso no sorprende: sin argumentos propios, se envuelven en la bandera de otro país para denostar a una administración con amplio respaldo popular. En su prisa por quedar bien con las agencias del norte, se les olvida que los tiempos de impunidad absoluta no comenzaron en 2022.
Porque sí, el crimen organizado está en Hidalgo. Y lo ha estado desde hace mucho. Los mismos que ahora fingen escándalo parecen haber olvidado los años en que un secretario de Seguridad Pública del estado fue asesinado por grupos criminales, o cuando células de un cártel extendían su control desde las policías municipales hasta Coahuila.
Tampoco recuerdan que hubo un auto bomba en Tula, que se detuvo a un alcalde vinculado al crimen organizado, y que incluso fue liberado por presiones políticas. Es decir, cuando el narco actuaba con mayor descaro, las agencias estadounidenses callaban, y nadie en sus filas pedía “intervenciones” ni hablaba de mapas criminales.
Hoy, en cambio, la narrativa parece venir con un interés distinto: condicionar la gobernabilidad en estados clave para Morena, debilitar proyectos con respaldo popular y empujar una agenda de control bajo el discurso de “seguridad compartida”.
Por supuesto que el Estado mexicano tiene la obligación de combatir el crimen organizado. Y es cierto, como dijo el gobernador Julio Menchaca, que “no se puede tapar el sol con un dedo”. El nivel de logística, poder económico y control social que ha adquirido el huachicol en Hidalgo es preocupante y debe atenderse con firmeza.
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Pero no se debe confundir el compromiso con la soberanía.
Hacerle el juego a los intereses de un gobierno extranjero en nombre de la democracia es, al menos, ingenuo. Y en el peor de los casos, servilismo.
Si Estados Unidos realmente quiere ayudar, podría comenzar por controlar el flujo de armas hacia México, por frenar el lavado de dinero en sus bancos, o por detener a los verdaderos capos que viven plácidamente del otro lado de la frontera.
Mientras eso no ocurra, los reportes seguirán siendo lo que siempre han sido: instrumentos geopolíticos, no llamados genuinos a la justicia.
mho

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