Por: Alejandro Bellazetín
¡Salud y rebeldía! brindó desde la barra un joven de anteojos profundos, haciendo que la pereza de los parroquianos aquel atardecer que moría fuera cobrando, poco a poco, vigor. ¡Salud!, respondieron algunos desde el fondo, adormilados por las tortas de asado doble que se acababan de comer. Los traguitos que les daban a sus cervezas eran iguales a los que los enfermos le dan al caldo que los hará resucitar. Poquito después un hombre, visiblemente crudo, se paró con botella en mano y, a paso dolorido, caminó hasta la rockola. A pesar de la temblorina de sus manos, logró meter las monedas y puchar las teclas rápido y sin falla. Mientras seguía el mecanismo que haría sonar la música, se posicionó la botella cual traga espadas y de un largo trago la vació. Fue entonces que eructó, la canción sonó y la vida comenzó.
Han pasado muchos años de aquel día. A pocas semanas de haber llegado a Pachuca, logré conseguir una casa cerca del centro, a pocas cuadras de la Plaza Independencia, detrás de Rectoría. Con la sensación de que los días pasaban desencantados, sin nervio, aquella tarde decidí buscar un lugar que ofreciera buenos tragos. Salí pues por la calle Pacheco, bajé por Doria, atravesé la plaza, subí por Ocampo y bien pronto encontré uno. La puerta batiente surgió enigmática. El que entra aquí, ¿cómo sale?
Tanto la barra de la cocina, a la izquierda, como la de los tragos, más al fondo y a la derecha, estaban casi sin ocupar. Lo mismo los gabinetes, alineados en paralelo frente a las barras. Ocupé el primer gabinete pasando la entrada; desde ahí, podía verse todo el interior. Pues bien. Cuando el joven de anteojos brindó por la rebeldía, estaba yo muy lejos de ahí, absorto, contemplando maravillado los reflejos fulgurantes que los últimos rayos del sol desprendían de los pequeños astros gélidos suspendidos en el universo de mi vaso. Y cuando la música estalló, sentí que el de lentes me miraba tan indisimulado y divertido que me hizo sospechar que se burlaba de mí, o de la catatonia con que miraba mi vaso. Atolondrado por la interrupción, volteé rápido para confrontar el hecho, pero él meneó su vaso en alto y sin más me dijo ¡Salud! Al sentir que el qué, quién, ¿yo? de idiota atravesaba mí cara, pero esforzándome a la vez por recuperar la última palabra de su brindis insurrecto, tomé mi vaso y le devolví, ¡y rebeldía!
No recuerdo cómo, pero de un momento a otro estábamos en uno de los gabinetes del fondo. El bar se llenaba, la música sonaba, yo preguntaba y él de buena gana respondía, ¿Qué hay por acá?, ¿qué tal la polaca?, ¿cuál es la mejor cantina?, ¿qué tal el ambiente?
Poco más bajo que mediano, con una calvicie que asomaba entre su greña rebelde, sus ojos tras los cristales se movían con la misma inquietud que los de Woody, el genio cineasta, como después supe que algunos le decían. Pero su nombre era Rolando, el Rolas. Comenzó señalando con su mirada al Seco, sentado solo en la barra; miraba sin mirar el vaso que sujetaban sus dos manos. La palpitación de sus labios hacía pensar que estaba llegando a una conclusión capital. De vez en vez lanzaba una mirada rápida a Cancán, que se echaba afuera de tal suerte que, sin estorbar el paso de los clientes, dejaba ver sus patas delanteras por debajo de la puerta. Me alertó luego de Oscar, el cantinero, un cábula que le daba al cliente lo que pedía. ¿Quieres trato profesional?, bien; ¿quieres cabulear?, va, pero te aguantas, pero según Rolas nadie se aguantaba. Siguió con Miguel el cantante, que por ahí andaba, cantando y tomando. De él me platicó el recorrido que hacía de cantina en cantina y que, conforme iba cobrando las cantadas en la primera, iba pagando las cubas en la segunda, en donde también cantaba, y así. Ya era de siempre terminar el día con la cabeza ahogada, tratando de evitar la necia imagen de un amanecer sin dinero y anquilosado. La primera cantada es la que más duele, dijo Rolas que una vez le dijo.
Casi al mismo tiempo alzamos la mano y pedimos otra ronda. Con las mismas ganas que el alcohol se dispersaba por nuestros organismos, los relatos de Rolando fueron fluyendo hasta alcanzar a otros personajes de Pachuca y otros lugares de Hidalgo, vivos o muertos, dándome a configurar el carácter y la temperatura de toda esta gente. Mentó a Anselmo Estrada, un periodista que le echaba pólvora a sus lapiceros para dinamitar la corruptela institucional en turno. Me contó de los aullidos que lanzaba cuando los dados del cubilete caían a su favor, y de cómo trastabillaban los vasos sobre la barra tras el manotazo de victoria que daba. Posteriormente habló tendido de escritores, intelectuales, luchadores del ring, boxeadores, historietistas, activistas, luchadores sociales. De la mafia de Sosa. Con el énfasis que los conductores de noticias le ponen a la nota del día, narró cómo luchaban, ya fuera por la vía violenta, la del arte o la del ingenio, trayendo al recuento a los mineros que, dejándose nomás el casco, se habían desnudado toditos para protestar contra los administradores. Del encueramiento existe testimonio fotográfico, aclaró, refiriéndome que un amigo suyo, Roberto Herrera, había logrado hacer fotos gracias al apoyo justamente de Anselmo Estrada, que había cubierto los hechos. De ahí pasó a Granados Chapa, de quien resaltó su contribución al periodismo nacional con Plaza Pública y su defensa por la libertad de expresión y la justicia. Evocó la fuerza de un Cheroqui, Arturo Herrera, investigador social; el promotor cultural más importante que se haya visto en Hidalgo; férreo defensor de las lenguas indígenas, particularmente la hñahñu, en el Valle del Mezquital. Nombró a Nicandro Castillo, Gabriel Vargas, Rodolfo Guzmán el Santo, Michelena, Rebolledo, Arana, Martré, Garibay, Ross Landa, Félix Castillo, Garnica, Carlos Sevilla, … ¡El Padre Barón!, dedicado por entero a la protección de los indígenas y sus derechos, allá en la Huasteca, ¡las locutoras de Radio Huayacocotla¡, y otros personajes que no alcancé a retener, pero cuyas obras y personalidades irradiaban poder, talento, entendimiento, sin ignorar en algunos un profundo deseo de ayudar. Me llamó la atención que a todas las historias les imprimía Rolando un aura de heroísmo, de chingonería; de gente que mira a su alrededor, ve lo que tiene y, ante lo repulsivo o lo que no cuadra, reestrena indomable una sonrisa para seguir vociferando. Ahora, en su aparente tranquilidad, sentí que pisaba una tierra que temblaba, que respondía, que daba gritos a la gran audiencia del mundo. Aquí también se partía el queso, a machetazos o con filosa palabra.
¡Eeeehh, lic, pérese! se sobrepuso una voz al barullo y enseguidita, ¡¡¡Crash!!! Cuando volteamos, Oscar levantaba por las solapas a un mal trajeado a todas luces pedo; lo zarandeaba a tal grado que el vaso roto que aún sujetaba salió volando. La otra parte del drama se apreciaba en uno de los asientos de la barra cantinera. Un joven con la mano en la frente y ojos de espanto, o admiración, miraba fijo el cuadro que dentro del contorno de un mosaico del piso iba formando el riito carmesí que le escurría entre sus dedos. Las salpicaduras rojo intenso sobre los cristales rotos y el aserrín me sugirieron espontáneamente el título Bronca en la cantina, técnica: Dripping por lesión cerebral. Quise buscar otro menos obvio, pero fue cuando Oscar, agarrando al Lic ahora por detrás, se lo llevó hasta la puerta con los brazos cual resortes y de un tirón lo expulsó, no sin gritarle, ¡Te lo advertí, cabrón! Cancán dio un respingo que lo hizo pararse y ladró dos veces. Por el tono y la dirección de los ladridos se me ocurrió que llamaba al Seco. Eso era, pues al cabo de unos instantes el Seco salió, dejándonos como escena final del espectáculo el rechinido decreciente de las puertas. Todos volvimos a lo nuestro.
Y lo mío, a esa hora en que el güisqui enjundioso iba repartiendo artificios de felicidad por mis venas, era seguir el raudal de palabras que Rolando vertía en lo que ahora aparentaba ser un sesudo ensayo. Ahora las personas pasaban a un plano teórico, de esta y de otras épocas; en las que las contradicciones, la interpelación, el asalto, constituían la fuente de donde era posible encontrarle sentido a esta existencia en la que no halla uno para dónde jalar; en la que las pérdidas no significaban sino los únicos resquicios virtuosos donde era posible poner a germinar un poco de belleza, o de verdad. Entrecerrando los ojos, nombró a Kierkegaard, Sartre, Camus, Sabato, Kafka, para encausarse después hacia las aguas pantanosas de la oscuridad. Propuso rutas de escape no convencionales, invenciones de mundos no concebidas, misiones que incluían efectos colaterales, vejaciones, autodestrucción. Había que hacer de lo trágico una expresión artística. De la muerte, una preciosura… O algo así de todo esto creía entender. Entre los corridos de la rockola, los ¡ayayayiii! de los doloridos y las oleadas de sus razonamientos acelerados, era difícil seguirlo al punto. Me acuerdo, eso sí, que antes de terminar, cual si se le hubiese reventado un dique cerebral bajo el peso de su repertorio sobreacumulado, salieron a chorros y desbordados Mallarmé, Rimbaud, Corbière, Baudelaire, de los que decía eran locos, inadaptados o malditos, seguidos de Lorca, Unamuno, Dostoyevski, Lautréamont, Nicanor Parra, Nelliganm, Beauvoir, Tarkovsky, Bacon, Giacometti y muchos más de otros tiempos, lugares y artes. Por la urgencia con que los vertía, figuré que sus compuertas mentales se estaban sin él querer cerrando; que por lo mismo se apresuraba para no dejar uno solo adentro sin ser nombrado.
Agotada la lista, se detuvo un ratito para apurar su vaso y contemplar a los parroquianos. Dándome cuenta que habían pasado muchas horas, no quise hacer otra cosa más que agradecerle la plática y despedirme. A eso iba pero se adelantó para decirme que había algo más. Que quería sumar a los ya mentados, los nombres de las mujeres y hombres que hoy por hoy habitaban y construían este lugar. Nombres nuevos para mí que, ya fuera por el eco que producían en el gabinete o por la vocalización con la que los pronunciaba, sonaron harto poderosos. No se me olvida que al final de nuestro encuentro me recitó las líneas de un poema de uno de ellos, Ramsés Salanueva. Era un poema de luces negras que en ese momento sentimos nuestro y que, luego de despedirnos, me llevé murmurando de vuelta a casa.
Esa noche soñé que zozobraba en un mar revuelto donde todas las personas que había nombrado Rolando a lo largo de nuestra conversación flotaban con serenidad, a pesar de la turbulencia del cielo. En el vaivén de la marea podía identificar a los mineros, al Santo, a Ross Landa, a Rebolledo, a Rimbaud, a Parra; imaginarme a Anselmo, al padre Barón, a Nicandro Castillo. Pero, ¿qué rostro tenían aquellos y aquellas que Rolando había nombrado al final con orgullo y resonancia? Sobre todo, ansiaba conocer el de Ramsés, autor del poema que recién había interiorizado y que, en el sueño, escrito con luces ultravioletas sobre el cielo gris, todos los náufragos leíamos, hasta Cancán.
He aquí las líneas:
Abordar otras embarcaciones, y aniquilar su preciada carga de esperanza
y naufragar, quedar a la deriva, inmerso en la suspensión líquida de la
marejada silente, expuesto a la máxima contemplación del tiempo, en
una de sus dilataciones, divagar por días de ardor y noches de exudación,
delirando rutas dictadas por crípticas constelaciones, sin la certeza de
lograr permanecer a flote.
Ramsés Salanueva.
Fragmento de Romance del niño marino, en Cuaderno para estudiar el viaje.
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Nota
Rolando García, como todos los que lo conocieron saben, fue un apasionado de los libros, los poemas y de todo lo que oliera a arte. Cuando lo conocí, efectivamente en una cantina, ignoraba que ya había iniciado una carrera profesional que le permitiría realizar con buena factura los proyectos que se imponía. Desde su juventud participó en proyectos relacionados al periodismo, al teatro, la televisión y la literatura, abriendo brecha y contribuyendo al desarrollo cultural del estado. Sin proponérselo, se convirtió en uno de los personajes sobresalientes en el mundo periodístico y cultural de Hidalgo.
La última vez que platiqué con él fue hace un par de años, en la fila de un banco. Me anunció con una sonrisa radiante que se había casado; que amaba a su esposa y que era amado. Por la luz de sus ojos supe que no mentía. Fue la vez que más feliz lo vi.

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