Ray Bradbury escribió en su incendiario Fahrenheit 451: «Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada, un par de zapatos, un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras. Y cuando la gente mire ese árbol o esa flor que plantaste, tú estarás allí.»
¿A qué objeto prefieres que se dirija tu alma después de que fallezcas, tomando en cuenta que eso te definirá en la memoria que tengan de ti? Yo optaría por mi mochila, aquella que de toda la vida he cargado como carapacho o concha (tanto, que alguien dijo cierta vez que me comparaba con una tortuga o un caracol). La razón es simple: una mochila a la espalda fue siempre emblema de mi trashumancia, lo mismo que caja fuerte donde simbólicamente llevaba a todas partes mis ilusiones juveniles, ahora tan arcaicas.
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¿Seguirías presente como árbol plantado en una llanura o como florescencia cultivada en un jardín? Felicidades por tal elección. Servirías de oxígeno, de colorante natural, de solaz para la vista. Justificarías así el trasnochado romanticismo que te produjo, desde el primer momento en que lo leíste, aquel trillado dístico que sentenció Netzahualcóyotl: “Dejemos al menos flores, / dejemos al menos cantos”. Digo, de perdida para que luego no salgan con que nunca le echaste flores a los poetas ni cantaste mal sus rancheras.
¿Legarías una historia también? ¿Aquella que tú mismo forjaste, además de la que las circunstancias te indujeron u otros te obligaron a llevar? Adelante, pues. Ve tú a saber si haya más tarde a quién le interese conocer tu biografía y tenga manera de averiguarla, pero no quites el dedo del renglón. Móntate en tu macho hereditario, aunque te zangolotee.
¿Incluyes entre tus verbos favoritos el de «trascender»? Bienvenido, colega, al gremio de Trascendentes Anónimos. No necesito aclarártelo: debes ser más terco que una mula para conjugarlo en primera persona, tanto del singular como del plural. Y quiera Dios que jamás te veas en el brete de decir, como platicaba mi madre que expresó su mamá, o sea mi abuela, poco antes de morir: “Lo siento por ustedes, que son los que se quedan”.
P.D. Ahí te dejaré mi mochila. Quizá encuentres en ella algo más que meras voces entintadas.
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