Yo no creo en las musas…

…pero de que las hay, las hay. Y vaya que son harto veleidosas. Nos sacan la lengua cuando esperábamos de ellas algo de inspiración. Nos castigan con el látigo de su desprecio cuando les rogamos una triste migaja de luz. Nos ven por encima del hombro cuando les pedimos su benevolencia, hartos ya de arar sin éxito en el páramo de nuestro reseco cacumen. ¡Qué ganas nos dan de retorcerles el pescuezo, a ver si así les extraemos siquiera unas gotitas de orientación!

No se puede con estas diosas encaprichadas en pintar su raya de los mortales urgidos de creatividad. ¿Y así se jactan, las muy canijas, de ser patrocinadoras de las artes? ¡Que se los crea su abuela, la mitología griega que las parió! Yo por eso nunca he sido devoto suyo, ni les prendo una veladora. Prefiero rascarme con mis propias uñas, aunque a veces me tarde horas en aterrizar acerca de qué asunto voy a hablar y cómo tratarlo.

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La deidad perfecta en estos casos es la constancia. Estar todos los días duro y duro practicando la lectura, lo más detallada posible, implica una sana calistenia. Permite ampliar el pensamiento, encontrarle enfoques diferentes, idear otras formas de expresarlo. Y por lo menos a mí me funciona tener siempre a la mano papel y pluma para anotar lo que se me vaya ocurriendo mientras leo. Un grato, eficaz ejercicio gimnástico, traducible después en textos más trabajados. Y sin rendir pleitesía a divinidades mitológicas.

¿No existe entonces eso que solemos nombrar «inspiración súbita»? Por supuesto que sí, y cabría ejemplificarla con la famosa anécdota de cómo surgió la trama de Cien años de soledad en la mente de Gabriel García Márquez: durante el trayecto carretero de México a Acapulco, a la altura del cañón del Zopilote, de forma tan obsesiva que lo obligó a desistir del viaje y regresar de inmediato a la Capital para empezar a redactar la novela. Detrás de lo sucedido, sin embargo, acaso más que las mentadas musas estuvo la tenacidad imaginativa de su autor. La macondiana historia de los Buendía no brotó de la nada, no cayó del cielo guerrerense como maná: fue secuela de las vivencias y lecturas del perseverante Gabo.

Quien escribe, digámoslo con un término poético, es su propio numen. Y el numen se gana con asiduidad, con voluntad férrea, con deporte cerebral, no cruzándose de brazos y mucho menos invocando a seres quisquillosos. Lo demás se da por añadidura.


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