Nada de novedoso tiene señalar el avasallamiento del presidencialismo sobre el federalismo. Ha sido una de las atrofias más visibles de nuestro diseño constitucional desde su adopción en la Constitución de 1824. Dicho de otra manera: el régimen presidencial fue, desde el inicio de la República, mucho más potente frente a la libertad de las entidades federativas.
En lo particular y en su conjunto, los estados de la Federación fueron dóciles ante la autoridad presidencial, cuando alguno decidió levantar la voz, más se debió a una desavenencia política y hasta personal con el señor presidente, excepcionalmente en defensa de la soberanía local. Pasó durante el siglo XIX y también en el XX. Siempre se impusieron las decisiones – buenas, malas o peores -, de la Presidencia, únicamente variaron las formas; quizá en algún caso se impuso el gobernador.
Diversos elementos han sido determinantes en esa distorsión de la ingeniería constitucional reiterada en 1857 y 1917: la dependencia económica por supuesto, la fuerza de las armas otro, las reglas del sistema de partido oficial desde la posrevolución, incluida la desnaturalización del Senado hasta perderse en los hechos su representación del Pacto Federal.
A contracorriente, la alternancia en el Poder Ejecutivo federal del año 2000 produjo una nueva correlación Federación–estados derivada de la mayoría de estos con signo partidario diverso al del presidente, situación propicia para una cierta fortaleza y éxito en sus pretensiones, pero sobre todo en la independencia de los titulares de los treinta y dos poderes ejecutivos respecto del federal cuando pudieron obtener recursos del presupuesto nacional a través de la negociación directa de su diputación federal.
Con la elección presidencial de 2012 la situación volvió a la preponderancia presidencial; con mayor fuerza se prolongó después de 2018.
En ese tramo el federalismo sufrió importantes abolladuras a golpe de leyes generales y nacionales, supresión de facultades, creación de instituciones nacionales y atropellos abusivos elevados a rango constitucional. También escalaron los problemas regionales. Con igual lógica el gobierno federal asumió soluciones pensadas y diseñadas desde la capital del país. En consecuencia, devino un estado de confort para los gobiernos estatales y municipales. La seguridad el más marcado.
Al presidir por primera vez el Consejo Nacional de Seguridad, la presidenta de la República dio una vuelta en U al requerir de las y los gobernadores su atención directa al problema en los estados. Es un viraje importante, de retorno a los orígenes de las responsabilidades regionales tan cómodamente olvidadas, particularmente por los ayuntamientos, atenidos a la presencia de la Guardia Nacional en sus municipios.
No hace falta detallar las características originales de nuestro modelo federal para comprender el alcance del recordatorio presidencial: hay una responsabilidad constitucional compartida en materia de seguridad pública sin cumplir.
Sin ser explícita la determinación de la presidenta, su dicho la trasluce: en la solución del problema hay treinta y tres partes responsables, ustedes titulares de ejecutivos estatales y la federal. Implícitos hay dos reconocimientos: uno a la rala contención del problema en varias regiones del territorio nacional; otro a la aplicación del modelo federal para lograrla.
Debe entenderse en clave federalista con estrategia, decisiones y acciones coordinadas, recursos económicos y, sobre todo con voluntad política, federal, local y municipal. De otra forma quedará, otra vez, en discurso.