La persistente falacia de la deriva autoritaria

Por: Dino Madrid

Desde los albores de la Cuarta Transformación en 2018, se ha esparcido una advertencia que, más que fundada en el análisis profundo de la realidad, parece una consigna repetida hasta el cansancio: la inevitable deriva autoritaria. Quienes, desde sus tribunas, predijeron con urgencia que la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder conduciría a México a un régimen autocrático, han vuelto a levantar esas mismas banderas ante la figura de Claudia Sheinbaum y las reformas judiciales recientes. Una y otra vez, estas voces, que se presentan como defensoras de la democracia, no solo han errado en su pronóstico, sino que han revelado un profundo desconocimiento de los procesos de cambio que atraviesa el país.

Este temor al autoritarismo no es nuevo. En 2018, el espectro del caudillismo fue invocado sin descanso. Los críticos de López Obrador afirmaban que su llegada significaba la erosión de las instituciones democráticas, la concentración absoluta del poder y el desmantelamiento del Estado de derecho. Seis años después, esas predicciones no solo han demostrado ser equivocadas, sino que también han sido incapaces de reconocer los avances en materia de justicia social, igualdad y derechos colectivos impulsados por este gobierno.

Hoy, esas mismas voces han vuelto a la carga, señalando a Claudia Sheinbaum como la próxima amenaza autoritaria bajo el argumento de que la reforma judicial es un regreso al pasado, un intento de centralizar el poder en detrimento de la autonomía del Poder Judicial. Sin embargo, este tipo de análisis, más que responder a una preocupación genuina por la democracia, parece anclado en la defensa de un status quo que ha servido a las élites políticas y económicas, mientras que ha perpetuado la desigualdad y la injusticia para las mayorías.

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La acusación de autoritarismo, repetida hasta el hartazgo, no es más que una estrategia para desacreditar un proyecto político que busca redistribuir el poder y los recursos en favor de los sectores históricamente marginados. El verdadero autoritarismo no es el que lucha por transformar un sistema judicial que ha sido durante décadas inaccesible para la mayoría de los mexicanos; el autoritarismo se esconde en la resistencia a cualquier cambio que ponga en riesgo los privilegios de unos pocos.

Es cierto que las reformas judiciales tocan los cimientos de un sistema que ha funcionado, en muchos casos, como un mecanismo de protección para las clases dominantes. Pero afirmar que esto es un regreso al pasado es desconocer la realidad de un poder judicial que, en gran medida, ha sido ajeno a los intereses populares. La democratización de la justicia no es un capricho ni un gesto autoritario, es una necesidad histórica para construir un México más justo y equitativo. Quienes advierten con alarma sobre un retroceso, lo hacen desde una perspectiva que nunca ha comprendido –o no quiere comprender– la urgencia de reformar un sistema que perpetúa la exclusión y la desigualdad.

La reforma judicial, como parte del legado de la Cuarta Transformación y del proyecto que encabeza Claudia Sheinbaum, no busca concentrar el poder de manera autoritaria. Más bien, se trata de devolver a la justicia su verdadera esencia: ser accesible, equitativa y servidora de las mayorías. Quienes ven en esta reforma una amenaza a la democracia, no solo subestiman la madurez política del pueblo mexicano, sino que también ignoran el profundo deseo de justicia que late en el corazón de una nación que ha sido traicionada demasiadas veces por los guardianes de un orden que nunca estuvo pensado para todos.

La izquierda, históricamente, ha sido acusada de autoritarismo cada vez que ha osado desafiar los pilares de un sistema que reproduce la opresión y la desigualdad. Este es un patrón conocido, que busca atemorizar a las clases medias y desviar la atención del verdadero debate: ¿quién se beneficia realmente de un poder judicial que no responde a las necesidades del pueblo? La respuesta está en las reacciones desmedidas de aquellos que temen perder sus privilegios, disfrazadas de defensores de la libertad y la democracia.

Por eso, es crucial reconocer que las advertencias sobre una supuesta deriva autoritaria, tanto en 2018 como ahora, no son más que ecos de un discurso agotado. El verdadero reto para la democracia no reside en quienes intentan reformar el poder judicial, sino en quienes se oponen, sin más argumentos que el miedo a la pérdida de sus privilegios, a cualquier cambio que desafíe el statu quo. Es hora de dejar de temerle al autoritarismo fantasma y de concentrarnos en construir una justicia que sirva a las mayorías y no a unos cuantos.