El sustantivo «patriota» gozó de alta estima en el ideario político de México durante el siglo XIX. A él recurrieron en sus libros de historia Carlos María de Bustamante, José María Luis Mora, Lucas Alamán, Lorenzo de Zavala. Lo emplearon en sus crónicas o notas periodísticas Guillermo Prieto “Fidel”, Ignacio Ramírez “El Nigromante”, Francisco Zarco. Tuvo cabida en poemas de Ignacio Rodríguez Galván y Juan de Dios Peza; en novelas de Ignacio Manuel Altamirano y Luis G. Inclán; en proclamas de Benito Juárez y Porfirio Díaz.
Ser patriota era entonces palabra de honor. Máxima calificación ideológica concedida a un paisano (rarísima vez a una paisana, con todo y que el vocablo tiene la ventaja de poder aplicarse, sin cambiar la letra final, a varón o hembra). Salvoconducto idóneo para que el nombre del laureado se eternizara en la Historia de bronce, la estatuaria, la glorificadora de frases célebres inscritas con letras de oro en muros congresistas, en pedestales de plazas públicas, en placas callejeras heroicizantes, en ilustres monumentos panteoneros.
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Con la voz «patriota» sucedió lo mismo que con las de «patria» y «patriotismo». Si bien esta trilogía cívica decimonónica subsistió, aunque minimizada y olorosa a naftalina, en la narrativa oficial del siglo XX mexicano, ahora ni quién recurra a ella. Cuando allá cada corpus y san Juan llegan a usarla los discurseros, suena dinosáurica. Ha reducido al mínimo sus puntos en la escala de valores nacionalistas. No tiene el impacto de antes. No parece conmover a la gente. Nadie quiere ya jactarse de patriota.
(Lo malo es que, como está la violencia en el país, ni siquiera se atreve uno a ser hoy patriotero. En algunas entidades —matizo: en algunas poblaciones de ciertas entidades— da pánico asistir adonde se acostumbre dar el Grito el 15 de septiembre, so pena de terminar en el hospital o en la funeraria. Claro, si es que se celebra tal ceremonia, porque en el presente 2024 varias autoridades estatales o municipales decidieron que mejor la cancelaban. Bien reza nuestro mexicanísimo —ahora también, ¡oh, ironía!, ya muy patriótico— dicharacho: “El miedo no anda en burro”.)
La centuria que elevó los conceptos de «patria», «patriotismo» y «patriota» a los altares de la liturgia mexicana, fue asimismo el germen de otro, aquel ingenioso, populachero y mordaz de «vendepatrias». Este término se dirigió principalmente contra Antonio López de Santa Anna; sin embargo, si consultamos bien las fuentes documentales, comprobaríamos que el suyo no fue el único papel de villano jugado en esa aciaga tragicomedia. Hubo otros actores… y otras actrices, qué caray. Por algo la vox pópuli compuso en 1847 dos satíricas tonadillas, la primera de las cuales iniciaba así: “Una margarita / de esas del Portal / se fue con un yanqui / en coche a pasear”; y la segunda: “Ya las margaritas / hablan en inglés, / les dicen ¿Me quieres? / y responden Yes!”.
Sugiero reciclar la palabra «vendepatrias». Traerla a nuestros días. Sacudirle el polvo de la Historia. Y ponérsela como sambenito, si no es que como soga al cuello, a quienes no tienen escrúpulos en venderse por treinta monedas legislativas. O como dice otra de nuestras patrioteriles, punzantes, viperinas puntadas lingüísticas: “¡No jodas, Judas!”.
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