María Elton y Margarita Mauri escriben en “Autoridad moral y obediencia” que “en su libro The Invention of Autonomy, J.B. Schneewind afirma que la antigua “moralidad de la obediencia” fue superada por la “autonomía moral” en la Ilustración, oponiendo así autonomía moral y obediencia, y considerando a esta última como un defecto, por su falta de racionalidad. En contraste, H.G. Gadamer en Verdad y método, atribuye la noción contemporánea de “autoridad”, entendida como aquella a la que se le debe una obediencia ciega, a la deformación que sufrió ese concepto en la Ilustración. El rechazo de la autoridad por parte de los ilustrados, dice este autor, les impidió verla como lo que es, es decir, una fuente de verdad. En la época contemporánea, sin embargo, Simone Weil se refiere a la obediencia como a una de las necesidades vitales del alma. La filósofa francesa cree que la obediencia, tanto a reglas como a personas, implica el consentimiento, con el único límite de las exigencias de la conciencia, por lo que no hay en ella, cuando se ejercita virtuosamente, un sometimiento ciego a un poder dogmático, como pensaban los ilustrados.
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Desde esta última perspectiva, la noción de “obediencia” se encuentra estrechamente unida al concepto de “autoridad”, en cuanto ambos términos dependen de una finalidad ínsita en la naturaleza humana y alcanzable por el hombre, desde la cual adquieren su pleno sentido. La relación autoridad-obediencia se da en un contexto de intereses compartidos, en el que cada una de las partes del binomio ejerce el papel más adecuado a su propia condición. Obedecer al que tiene autoridad sólo tiene sentido si hay un fin al que se ordena dicha relación, una obra común que tiene que ser realizada bajo la dirección de la autoridad, de tal manera que el grupo realice su bien común y permita, a la vez, a cada uno de sus miembros alcanzar su propio fin. Ahora bien, el bien común y el fin moral individual no serían tales si no fuesen alcanzados en virtud del ejercicio de la autonomía moral de la persona, ya que, según Tomás de Aquino, la obediencia es una virtud, no un defecto, y se ejercita mediante la razón y la voluntad. Tomás de Aquino es el más característico representante de una filosofía para la cual la obediencia es una forma de excelencia humana. La obediencia no se opone a la autonomía moral, como se llegó a pensar en la Ilustración, sino que, al contrario, la potencia”.
A esta contundente mirada sobre la autoridad, la moralidad y la obediencia, agrego ahora una máxima de Marco Aurelio: “no olvides que la palabra prudencia significa para ti la costumbre de examinar cuidadosamente y sin distracción la naturaleza de cada objeto; la paciencia, la conformidad espontánea a todo cuanto la naturaleza común te da en su reparto; la magnanimidad, la elevación del alma por encima de todas las impresiones agradables o desagradables de la carne, de la vanagloria, de la muerte y de todas las demás. (…) Luego si te esfuerzas por merecer estos títulos, sin desear que los otros te los concedan, entonces cambiarás por completo y conseguirás una nueva vida; porque permanecer lo mismo que hasta aquí, continuar esta existencia en que el alma se deja hostigar y envilecer, es ser un insensato y vil esclavo de la vida”.
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