Recién me entero que Netflix anunció la producción de una serie animada cuyo personaje es Mafalda. Enhorabuena para tantísima gente mafaldófila que hay en este terráqueo globo (el mismo al que la niña suele reclamarle un poco de cordura), pero no para mí, aunque también sea yo uno de sus más fieles y aplaudidores fans. En vez de felicitarme, lamento tal iniciativa. Ojalá que nunca me vea obligado a observar a la ingeniosa piba en una pantalla, porque seguramente me decepcionaría oírla.
Quiero a Mafalda impresa, constreñida a una silenciosa fila de tres, cuatro, máximo cinco recuadros, con las respectivas burbujas que brotan como perlas filosóficas de su boca. Y exijo que tales monólogos o diálogos los lea yo a la manera en que mis derechos como lector la han asociado siempre. Sobre todo, en cuanto se refiere al timbre de voz, pero también al ritmo, al tempo y la intencionalidad que, supongo, quiso dar a cada frase. Sin que nadie, acaso ni el propio Quino, me los imponga. Y menos una voz actoral o de doblaje en Netflix, comenzando porque está por verse (mejor dicho: por escucharse) si Mafalda platicará con acento argentino o en “aséptico” español panamericano. Cuestión de mercadotecnia, sin duda alguna.
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Eso del tono incompatible de voz me ocurrió en tiempos adolescentes, cuando vi por primera vez en televisión las caricaturas de Little Lulu y Charlie Brown. En nada se parecía al tono que yo les había imaginado antaño, siendo un escuincle devorador de tiras cómicas en diarios y revistas. Ahora no lograba empatarlo con sus personalidades. Sentía demasiado aniñado el timbre de la pequeña Lulú; demasiado bobalicón, el de Carlitos. Sus vocecitas me sonaban chillonas, agudas en exceso. Como sea, ya no tenían chiste. Ambos cayeron de mi gracia sonora. Y por lo mismo, renuncié a seguir viéndolos en la caja idiota (no se rían, así llamábamos al televisor los chavos in).
Más allá de parecer acartonamiento, el hecho de asignarle cierto estilo auditivo a una figura de novela, cuento o, en este caso, caricatura, está en el ADN de quienes presumimos de lectómanos. ¿Quién goza de autoridad moral para robarnos dichos genes? ¿De cuándo acá debemos ceñirnos una camisa de fuerza para oír en nuestra imaginación cierto formato fijo, único, con que cada personaje hable en un escrito? ¿Acaso leer no resulta también sinónimo de aportar nuestra propia experiencia de expresarnos a través de una voz que así deja de sernos ajena?
Y la cereza del pastel: la cortedad, la directa y concreta brevedad de una tira cómica frente a la quizá tediosa extensión de una serie animada, por más ágil o creativa que ésta pueda ser. Prefiero entonces la cápsula publicada, con toda su riqueza sintética, a la dudosa valía de un largo y sinuoso programa apantallador.
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