¿Para qué le ocurren a uno sucesos, si no para llevar después su carga en la memoria? Porque retraerlos a la mente puede resultarnos algo pesado, indigesto, doloroso, punzante, y en tal caso los consideramos un fardo; o algo ligero, agradable, bienhechor, reconstituyente, aunque no por halagarnos dejan de ser bultos. Unos son los farragosos velices que jalamos; otros, los prácticos morrales y cómodas mochilas que cargamos durante el viaje por la vida. Cuestión de saber ajustar a nuestras manos o espaldas sus respectivos volúmenes.
Cuando adolescente tuve claro que todo cuanto me ocurriera o hiciera desde entonces equivaldría a cimentar un piso de recuerdos para el mañana (sí, ese mismo mañana que ya se convirtió en mi hoy). Los llamé «futuros ayeres», concepto rimbombante que buscaba reducir a una o dos palabras la filosofía de banqueta con que me sermoneaban los vetarros, aquello de “Para que tengas algo que platicarles a tus nietos”. Ayeres, pues, para el futuro, cualquiera que éste fuese, como si estuviera ahorrando para integrarlos a mi propio fondo de pensiones evocativas. ¡Entelequias que uno se inventa!
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Experiencias «imborrables», acontecimientos «inolvidables». Nos fascina en la vejez adjetivar así lo que no fue perecedero o trivial en nuestro pasado, todo aquello importante de lo que fuimos testigos, si no es que incluso actores voluntarios o involuntarios. Imposible, quizá, autocomprendernos de otra manera. Y por eso nos obsesiona dejar en las generaciones nuevas la conciencia de ampliar sus horizontes, sus campos de acción, sus caminos, y necear en que los transiten a diario. Sin ese chincual, sin ese gusanito, suponemos ingenuamente que no pasarán de pericos perros cuando la existencia ya les exija jubilarse.
Lo acepto: las reminiscencias suelen ocultar el pecado mortal de la añoranza senil, de la estereotipada muletilla del “Todo tiempo pasado fue mejor”. Muy lejos estoy de creerme de ese modo, pero, aunque así parezca serlo, tampoco voy a explicar, menos aún justificar, por qué pienso distinto. En tal caso, valga lo que alguna vez leí en cierto artículo de Héctor Aguilar Camín: “Una especialidad del pasado es producir nostalgia; y la nostalgia parece sugerir que alguna vez fuimos felices.”
¿Muchos recuerdos = muchos porvenires? Responderé así a la pregunta anterior: más que a la Bob Dylan (The answer is blowing in the wind), mejor a la Beatle (No reply). Aunque me cuelguen el sambenito de padecer una melancolía sesentera, o sea, los años en que empecé con mi patochada de crear futuros ayeres.
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