Muere alguien famoso y al rato leemos o escuchamos las opiniones en torno suyo, expresadas por otros famosos a quienes los reporteros consideran con derecho de corzo para juzgar. Y todos los entrevistados declaran siempre los mismos caballitos de batalla: una noticia infausta, devastadora; una pérdida irreparable; nadie como el occiso; deja un hueco imposible de llenar; qué vamos a hacer sin él; jamás lo olvidaremos; su legado trascenderá hasta el fin del mundo; un parteaguas; un antes y un después. El rey ha muerto; viva el rey.
El ditirambo, certero o excesivo; la frase de cajón, justa pero ripiosa; la corona de laurel, quizá merecida pero oportunista. Para eso se inventaron los funerales públicos, los homenajes en recintos del arte y la cultura, las repetitivas esquelas con hueca palabrería en los diarios y cortes televisivos. Son reflectores para iluminar más a los opinantes que a los opinados, más cuando ponen cara de circunstancia y se les quiebra la voz.
Quieren hacernos creer que su empatía entre el fallecido y ellos siempre fue tersa, sin rajaduras. Que charlaron en París, se embriagaron en Madrid y cambiaron el mundo frente a una taza de café en Estambul. Que se llevaban de piquete de ombligo. Que nunca de los nuncas se agredieron, ni con el pétalo de una silenciosa mentada de madre. Claro, a lo mejor ni siquiera se trataron o jamás coincidieron en acto cultural alguno, pero esto es preferible callarlo. Ya no está el finado en condiciones de tacharlos de embusteros.
En el medio periodístico llamamos a esto la nota de color. Y nos queda claro que no aludimos al color negro luctuoso, al protocolario, al convencional en una ceremonia de etiqueta, sino al fosforescente color de las declaraciones de colegas, colados y buscafamas. También, desde luego, la nota puede referirse al incendiario color del sermón oficial, dependiendo del peso político del orador o de la coyuntura en que se inserta el fallecimiento, con mayor razón si en el discurso abundan los mensajes subliminales. La manga del muerto suele tener bastante anchura para rellenarla con un deslumbrante arcoíris noticioso.
Uno se queda con el mal sabor de boca de que el dolor auténtico, la pena o amargura sincera, el grave sentimiento de orfandad que produjo en los dolientes, importaron menos que las exequias mismas o lo que sucedió y se declaró en ellas. Todo este cromatismo, sin embargo, se esfumará en el aire al tercer día. Si bien le va, volverá el próximo año o en algún aniversario subsecuente, aunque disminuido, en otro tono y con distinta coloratura. Como mero artículo de efeméride, pues. Después de la cresta, viene el valle informativo. ¿A qué traigo tanta reflexión deprimente? Nomás porque sí. O porque la lectura de una nota periodística sobre la reciente muerte del escritor Paul Aster me dejó meditabundo. “Murió con nosotros, su familia —escribió Siri Hustvedt, su viuda, en redes sociales—. Poco tiempo después descubrí que, incluso antes de que su cuerpo hubiera sido sacado de nuestra casa, la noticia de su muerte estaba circulando en los medios de comunicación y se habían publicado obituarios. […] Ninguno de nosotros fue capaz de llamar o enviar un correo electrónico a la gente querida antes de que comenzara el escándalo en línea. Nos robaron esa dignidad.”
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