Hay escases de profesionales de la política con conocimiento jurídico, aun cuando tengan título para ejercer la abogacía. Es entendible su preferencia a buscar el poder por la vía partidista, con sus formas y fórmulas: diálogo, concesión, acuerdos, negociación, alianzas, y otros métodos no necesariamente fundados en derecho.
Llegada la necesidad de conducirse o resolver conforme a la legalidad, recurren a quienes saben de su aplicación: lo electoral, si compiten en un proceso democrático, lo penal, civil, laboral o de cualquier materia, si desean presentar una iniciativa al legislativo, y la litigación en caso de enfrentar un asunto jurisdiccional.
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Quienes incursionan en la política militante o burocrática con un bagaje de jurídico suficientemente sólido, aventajan en cualquiera de las rutas donde transiten: si de gobernar se trata conocen los mecanismos, miden los riesgos de sus decisiones, prevén una derrota en tribunales; si integran el órgano legislativo se desenvuelven con mayor certeza en sus iniciativas y el debate.
También es inusual encontrar juristas en la militancia partidaria, donde la legalidad es dispensable frente al objetivo y el razonamiento exige laxitud ilimitada. La solidez profesional acota y restringe presencia en ese juego de códigos propios, inentendibles e inaplicables en el espacio de lo jurídico.
Sus batallas están en la trasmisión del conocimiento, el estudio de instituciones, la materialización de la justicia, el diseño y revisión del cuerpo normativo, la argumentación exitosa ante la judicatura, una representación seria y efectiva de justiciables, la consejería calificada, el avance de la ciencia y la cultura jurídicas, el correcto funcionamiento de la burocracia, y el fortalecimiento del Estado democrático de derecho.
En ambas condiciones se construye el honor, esa opinión – dijo Schopenhauer –, que los demás tienen de nosotros, basada en nuestros hechos y omisiones, nadie nos lo da o quita.
En “El arte de hacerse respetar” particularizó: cuanto más vasto e importante es el campo de acción de un hombre en el Estado, y, por lo tanto más elevado e influyente es el cargo que ocupa, más convencida debe estar la opinión general de las capacidades intelectuales y de las cualidades morales que le habilitan; exige, la salvaguarda, por lo que afecta a sus colegas y sucesores, respeto al cargo, sin dejar impunes, desde el momento en que se percata de su existencia, los ataques que pretenden un incumplimiento. Y cuando de ofensas o insultos se trate, con suficiente grandeza elevarse por encima del agravio.
En la actividad profesional, sea política o del derecho, el honor distingue. Transitar de una a otra sin calcular consecuencias, pone en peligro de fracturarlo por falta de la pericia en giro diferente.
Por el talante requerido, parece mayor el costo de aventurarse en los pisos resbaladizos de la política suponiendo suficiencia con un prestigio vuelto frágil en esa convivencia de suyo intensa y volátil.
Convendría en el intento, acompañarse del consejo de Azorín, contenido en “El político”:
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Cautela y tiempo para responder agravios, lo precipitado sale mal; no estimar un elogio más de lo realmente valioso; nunca perder la sangre fría, permanecer siempre impasible frente al ataque; evitar escándalo; y, ver su situación, riesgo y consecuencias, antes de vengarse.
Y completarlo con la advertencia de Francesc Torralba en “La sobriedad”, cuando decida incorporarse a un proyecto donde la dirigencia está dispuesta al logro de sus objetivos por cualquier medio y cuando lo consigue, la figura utilizada para demostrarse a sí misma su poder, será desechada pues ya no sirve.
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