Hay columnas periodísticas que consulto regularmente por mera necesidad, nomás para estar enterado de cómo piensan (es un decir) quienes las escriben. En el fondo quizá sufro de una suerte de masoquismo, porque leerlas me provocan retortijones. Detesto sus posturas tipo burros lecheros con orejeras, ciegos a un entorno al que descalifican a priori con clichés y caballitos ideologizados de batalla. Y sobre todo, me da tirria su barberismo desenfrenado. Creo que ni al propio Dios le dirigirían tanto incienso dogmático.
Muchas veces intento extraer de ellas un enfoque novedoso o una idea bien manejada, aunque difieran de mi punto de vista, algo que no sólo me induzca a la reflexión sino que me dé tema para dedicarle una de mis propias colaboraciones, pero rara vez, o nunca, sucede así. Será porque la polarización reinante en la jungla mediática no me deja ver las virtudes de las plantas aisladas. O acaso porque soy un iluso al creer todavía en el pensamiento analítico, en la crítica sin insultos. Bienvenidos el sano apasionamiento y el entusiasta apoyo a los colores de una camiseta; no los gritos y sombrerazos, no los linchamientos.
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La ética en el columnismo de opinión es, lo tengo claro, flexible, para no calificarla de voluble e incluso de acomodaticia. Cada quien puede hacer de su ideología y de su estilo de comunicarla un papalote, se argumentaría. Salvo las rígidas causales que establecen la Ley de Imprenta y códigos afines, ¿qué otras reglas estarían violando las personas escribidoras de columnas en el contexto de la libertad de expresión? Aquí, igual que en otros campos del comportamiento, al concepto ético suele aplicársele la cómoda premisa del “todo-es-según-el-color-del-cristal-con-que-se-mire”,
El asunto, empero, también cabe verlo desde la óptica de quien lee, del ser humano común y corriente que, por decisión personal, fija su vista en un texto suscrito por cierto columnista de un periódico. Ponerse en los zapatos de las personas que serán destinatarias de la columna, pensar en ellas (nunca por ellas), proporcionarles elementos de juicio suficientes para que lleguen a sus propias conclusiones, debe ser condición sine qua non de cualquiera de dichos textos. La ética ha de permear la distancia entre ambos polos, no estacionarse en un polo único para ver por encima del hombro al otro. Una verdadera corriente magnética, sin extremismos.
Por eso guardo mis reservas hacia algunas colaboraciones periódicas. Siento que me demeritan como lector, que me conciben como un reverendo idiota incapaz de razonar, que soy un cero a la izquierda o un retrógrada por no agacharme ante sus verdades (es otro decir). Al menos, en mi doble papel de escribidor y consumidor de diarios, les aplico el criterio de la duda. Una vocal distinta y otra añadida pueden marcar la gran diferencia entre dos palabras de sonido semejante; léase: entre una columna y una calumnia.
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