Encuestitis aguda

Una herramienta metodológica, sí, pero también un arma de grueso calibre. Cuando me piden por teléfono o a la entrada de la casa que responda por quién voy a votar en las siguientes elecciones, me imagino estar ante un verdugo que es capaz, si no doy el nombre del postor que mandó hacerle el sondeo, de fusilarme en el acto. O quién quita y, en vez de encuestador, resulte un vivales que aprovechará para otros fines el conocimiento que obtuvo de mí. Como quiera, y sobre todo también por ideología propia, me niego a ser parte del juego. Para acabar pronto, cuelgo el auricular o cierro la puerta.

Nunca, ni como el sociólogo de carrera que soy y que, por lo mismo, aplica rigurosos métodos y técnicas de investigación en el campo de lo social, he creído en la encuesta como instrumento infalible de análisis. La demoscopia no es santo de mi devoción, al menos en lo político. Así sea que la ejecute una casa encuestadora “seria” (es un decir). Así argumente que recurrió a parámetros “científicos” (es más decir). Así remate sus conclusiones con excusas alusivas a tener márgenes tolerables de error, a guisa de “ética profesional” (esto ya es demasiado decir).

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 Los sondeos de opinión política están lejos de ser asépticos o inocuos. La inclinación hacia un candidato u otro por el público muestreado (suponiendo que la muestra es de veras representativa y proporcional al universo de estudio) no puede compararse a la observación, por citar un caso, de bacterias en el microscopio. A diferencia del análisis bacteriológico, la encuesta no resiste un cotejo; vaya: nadie puede volver a practicar la encuesta en la realidad para verificar su pretendida validez, cosa que sí puede hacer cualquier biólogo siempre que disponga de un cultivo idéntico al del científico previo. Posibilidades y limitantes de una y otra ciencias, sin duda.

Toda encuesta condiciona y virtualmente determina sus resultados. Anticipa algo que obligadamente va a ocurrir, según ella. Si atina, se alzará el cuello como pitonisa o al menos como profeta; si yerra —peor cuando los números se disparan hacia abajo de lo ocurrido—, perderá credibilidad y más vale que le diga adiós al clientelismo. Encuestar es un negocio muy redituable. Una verdadera industria de intereses, oportunista más que oportuna, riesgosa pero a la vez atractiva. Que ni mandada a hacer.

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Quedan poco más de dos meses de batalla campal en el estadio electorero. La cancha está saturada. Las tribunas arden. La violencia ronda ominosa por todos los accesos al inmueble. Y en este escenario, las encuestas podrían jugar el papel de cuarto árbitro, por si alguien decide alterar las reglas del juego a los otros tres, los silbantes protagonistas.