Del siglo existencial que Radio Educación cumple este 2024, he sido su cómplice durante 44 años, treinta y tantos de los cuales en calidad de productor sindicalizado, con plaza de base. He vivido, parafraseando a Martí, en las entrañas del monstruo sonoro que México presume como su radio cultural decana. Mi nombre es uno más de los cientos, tal vez miles, que hemos hecho fila en sus frecuencias, antes revoloteando en el éter, ahora en la nube digital. Somos, pues, un espectro: ella, sobreviviente de las antiguas ondas hertzianas; yo, miembro activo de su legión de fantasmas.Toda una historia espectral.
Me adoptó, digamos que un tanto maternal (por algo es la radio, en femenino), desde aquel remoto 24 de marzo de 1980 cuando tuve mi primera intervención ante sus imponentes micrófonos, invitado a un programa. La adoptéen seguida, no sin convicción, incluso quizá como predestinación, pues desde niño me hechizaba la magia radiofónica. Juntos, porque al mismo tiempo jugamos el doble papel de adoptantes y adoptados, ha consentido durante casi un cuarto de centuria mis locuras, mis caprichos, mis choros. De veras: ¡vaya empatía, para no decir tolerancia, la de nosotros!
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Ambos seguimos creyendo que aún hay gente seguidora de nuestros mensajes. Como buena radio pública o permisionada, nunca nos ha seducido medir el rating que tenemos, ese impío y obsesivo dios de medición de la otra, la radio privada o concesionada, mejor conocida como radio comercial. El número de radioescuchas no nos quita el sueño, ni siquiera en estos tiempos de veneración irracional hacia las redes sociales, aunque en éstas también pasemos lista de presente. Es dogma del código que asumimos en la emisora suponer que jamás faltará alguien, así sea una sola persona en el mundo, con la necesidad de oír algo dicho ex profeso para ella. Y nada más por ese auditorio unipersonaljustificaríamos siempre permanecer en la trinchera radiofónica. Es derecho suyo como audiencia; es deber nuestro como medio.
A todo esto, la independencia. Convertirnos de manera oficial o extraoficial en una radio de Estado negaría el principio filosófico de este noble ejercicio de comunicación que cumple ya su centenario. El compromiso social asumido por sus trabajadores, sobre todo por quienes producimos y conducimos programas o mis colegas que redactan los noticiarios, no responde a líneas impuestas desde el poder. Así, en libertad acreditada, entendemos la ética profesional.
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Mitad en broma, mitad en serio, en los pasillos (a veces, ¡mea culpa!, también al aire) de Radio Educación decimos que nuestro público es radioeducadito; léase: pensante, crítico, exigente, libre, abierto a todas las corrientes de opinión. Mejores orejas no podríamos tener. Y tan solo por tal motivo estoy dispuesto a seguir, Marconi mediante, otros 44 años entre sus huestes.