El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) era, en mis tiempos, una institución prestigiosa, respetada, reconocida en muchos países. Apoyaba la investigación, impulsaba universidades públicas, divulgaba el conocimiento científico, avalaba proyectos de punta, otorgaba becas para cursar posgrados. Muchos académicos con maestrías o doctorados que hoy sobresalen en México lo son gracias al respaldo becario que recibieron del Consejo. Y otra, quizá opaca o de segunda mano, sería la ciencia mexicana moderna de no haber existido entonces un mecenas así.
En mis tiempos, dije, porque tuve el privilegio de trabajar ahí entre 1976 y 1979 como uno más de los “técnicos” (¡vaya categoría tecnócrata la de nuestras plazas!) adscritos a la Dirección de Becas. Orientábamos a las personas aspirantes (por lo común jóvenes), recibíamos sus documentos y organizábamos los expedientes para que los evaluaran los comités de selección, integrados por una élite de especialistas externos, convocados por el mismo Conacyt. Dichos comités, tras arduas y no pocas veces candentes deliberaciones (de muchas de las cuales fui testigo de palo), eran los que decidían las candidaturas favorecidas.
Mis altos jefes guardaban en sus escritorios una lista de cuatro o cinco candidatos “recomendados” y luego, tras bambalinas, la cotejaban con los dictámenes de cada comité. Casi siempre, empero, la dichosa lista estaba de oquis. Una de dos: o porque los aspirantes habían cumplido bien, con méritos propios, los rígidos parámetros de la selección; o porque su evaluación había sido tan baja que el Conacyt no iba a becar de trasmano a alguien cuyos profesores o colegas eran miembros del comité y estos podrían denunciar que obtuvo la beca por influencias políticas. Hasta donde recuerdo, mis superiores no me tiraban a lucas cuando osaba advertirles de este último riesgo, aunque nunca supe si después me hicieran caso.
Nadie pensaba en tachar de neoliberales a la ciencia y la tecnología, tal como Conacyt las alentaba en aquella época. ¿Se inscribían en la corriente del neoliberalismo individualista y rapaz la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional, el Colegio de Posgraduados de Chapingo o el Colegio de Michoacán, por mencionar solamente cuatro entidades beneficiadas con los programas de dicha instancia gubernamental? Me niego a creer tal premisa, por más que a muchos se les llene hoy la boca cuando la emplean como retórica cuatroteísta. O tal vez sea porque no me incluyo entre quienes acostumbran patear el pesebre que los meció.
El actual organismo pluralizó los dos vocablos básicos que lo definían desde su creación y agregó otro a modo. Su nominación pasó a ser Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías. Esa ‘h’ intermedia buscó dizque bautizarlo contra su pecado original de haber sido antaño un ente fifí, conservador, propagandista del aspiracionismo burgués, si no es que corrupto. Ahora, al Conahcyt nomás le falta levantar su altar votivo a la Patria. Y entonces sí, ¡santa vacuna!
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