Primero, la cultura. Al cabo es lo superfluo, lo decorativo, lo desechable. Por tanto, lo más fácil y justificado de recortar o de aplicarle una ingeniería política para reubicarla como oficina de cuarta en otra secretaría. En una de ésas, sacarla por completo de circulación, borrarla del organigrama oficial. Así está sucediendo en Argentina con la llegada de Javier Milei a la presidencia de la república: desaparecer el Ministerio de Cultura de aquel país. Tan drástico como suena. Y a saber qué va a ocurrir mañana por esos rumbos sudamericanos. Un opinador periodístico ya profetiza cacerolazos culturales de protesta.
Para los culturosos —como suelen llamarnos con ironía a quienes en eso chambeamos y de eso dizque comemos—, México no canta mal las rancheras. Aquí el sector cultural lleva cinco años de atravesar por una de sus peores administraciones. Cultura ninguneada, gris, en la opacidad absoluta. Sin alicientes, ni apoyos, ni siquiera programas específicos. Carente de metas, ya no se diga de rumbo. Virtualmente nadando de muertito, pues con tal objetivo se pretexta el manoseado término de «austeridad republicana».
Cualquier gobierno suele considerar a la cultura, sobre todo aquella que no se vende como vil mercancía, más un gasto a fondo perdido que una inversión social. Acotarla o pichicatear su presupuesto resulta entonces práctica común. Ni soñar en darle alguna vez un sitio primordial en el erario. Incluso hay políticos convencidos de que tampoco les sirve de gran cosa para su imagen pública. ¿Qué ganarían con impulsarla si el brillo que sobredeja les parece intrascendente, quizá hasta indigno de su ego? Y ni modo de satisfacer con ella nada más a un puñado de protestosos, los mismos criticones de siempre. Además, claro, de que no es rentable frente a las urnas, no influye ni de chiste en los votos electorales.
El problema no está solamente en disponer de más foros, museos, teatros, bibliotecas, galerías, monumentos, centros de enseñanza artística, radios y televisoras permisionadas, etc. Sí, el valor de la infraestructura cultural es innegable y merece del Estado un aval efectivo, sin regateos; pero no es el único parámetro. ¿Sirve de algo obsesionarse tanto por ganar un sitio en la lista de equis o zeta rubro del patrimonio inmaterial de la humanidad, si la nación promotora no lo traduce luego en acciones permanentes de salvaguarda?
Cuando el hilo del fomento a la cultura se rompe por lo más delgado, casi siempre lo hace en las hebras de la cultura popular. Esa cultura que raras veces es extraordinaria, que se desliza en lo cotidiano. Esa cultura de la que extraemos identidad cuando nos da por cantar, bailar, enamorar; comer, beber, conocer; sonreír, escribir, revivir; pasearnos, distraernos, divertirnos. Esa cultura de la música que escuchamos, del libro que leemos, del paisaje que gratifica a nuestros ojos viajeros. Lo malo es que esa cultura, una vez trozada por falta de respaldo de las instituciones obligadas a su preservación, harto difícil será coserla de nuevo.
Cultura, lo dice su etimología, es cultivo. Tan cultivable como la agri-cultura, la api-cultura, la pisci-cultura. Merecedora, en suma, de que se le cultive de manera oficial, no que se le erosione, constriña o recorte con tijeretazos presupuestales. Inyectarle luces si de veras nos interesa que deje de ser la cara o-culta de nuestro México umbilicalmente lunar.
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