¿Y ahora cómo los guardo?

Invaden los rincones, tapizan las paredes, amueblan los espacios cotidianos. Mi casa es más de ellos que mía. Si los admito como rumis, aunque nada aporten a la renta, ni a la papa y menos aún a los quehaceres hogareños, es porque no puedo vivir sin su compañía, porque me apapachan la vista, el olfato, el tacto, el oído y, en una de esas, incluso el gusto. Todo por mi vicio de venerarlos, de tomarlos como iconos de un altar doméstico. Hasta les rezo para que me iluminen cuando las musas se niegan a inspirarme.

Libros y discos. Quisiera tenerlos siempre ordenaditos, firmes, cómodos, armoniosos. Todos en su sitio elegido. Hallables a las primeras de cambio. Sin estorbarse unos a otros. Sin causarles daño al intentar sacarlos porque los tengo apretujados al máximo. Sin verme en la fastidiosa disyuntiva de remover el montón que forman los de adelante para buscar uno o varios del montón que está detrás. En suma: un poco de disciplina espacial si pretendo nunca renunciar a la invitación que les hice como compañeros de cuarto.

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¡Sueños guajiros! Jamás dispongo del tiempo suficiente (¡y vaya que requeriría muchísimas jornadas de sol a sol!) para distribuirlos como ordenan los manuales de biblioteconomía y discografía. Menos aún para capturar en la computadora sus respectivas fichas técnicas, lo que de paso serviría para inventariar ambos acervos y facilitar el legado que pienso hacer de ellos. Digo, al menos así seguirían siendo útiles después de que sirvieron a este bibliodiscómano que los recopiló… (y los leyó o escuchó, según él).

Ya en el colmo de la desesperanza, a veces tiendo a meterme en algo peor: la depre de considerarlos, no mi entorno sino mi estorbo. Debo entonces luchar contra innumerables molinos de viento. Darme siquiera unos ratitos de avance. Picar aquí y allá migajas de voluntad. Superar la dejadez. Quitarme de la cabeza aquello de “Mal de muchos desidiosos, consuelo de mustios”. Por fortuna, tarde o temprano suelo superar esa contingencia anímica. Total: una intentona más no me condenará al infierno.

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Advierto, sin embargo, que a nadie le deseo que se ponga en mis zapatos. Cada quien tiene sus obsesiones, sus esquemas de vida, sus fortalezas o debilidades. No oculto ni disfrazo las mías. Eso también me enseñan los libros que me circundan y cohabitan en mi domicilio. Y lo refuerzo con la audición de mis tesoros fonográficos. Me basta con saberlos a mi lado: unos, rectangulares, en letras entintadas; otros, redondos, en surcos. Magias que me hechizan día con día. Nada importa, en última instancia, que no haya en los mercados de utopías una varita mágica que de la noche a la mañana los encauce en mis libreros y disqueros.