Imposible no reflexionar. Estamos a fin de año y dan ganas de ponernos medio filósofos. Nos hacemos una auditoría de conciencia. El debe y el haber. Los números negros y los rojos. Cuántos pendientes resueltos, cuántos propósitos frustrados. Qué tantos actos plausibles, qué tantas zonceras abucheables. Todo, antes de que el día de mañana nos meta por irreflexivos a nuestro propio penal de alta seguridad.
¿Les parezco pesimista? Según yo, no llego a ese extremo. Soy de quienes todavía creen en noblezas, entregas, perseverancias, altruismos, honestidades. Busco el sano balance de esos utópicos valores humanos frente a la violencia que se ha adueñado de la cotidianidad. Los esgrimo como placebos contra la agresividad rampante, la polarización promovida, el insulto normalizado, el odio infundido, el valemadrismo manifiesto. Tal creencia sostiene mi día a día, del 1 de enero al 31 de diciembre. No sé si denominarla optimismo o no. Me basta con que ocupe un rinconcito en el diccionario de mi Irreal Academia de la Vida.
Por supuesto, lejos está de ser una fórmula mágica para evitar la depresión, pero de perdida me saca de ciertos apuros dizque existenciales. Acostumbro dialogar conmigo mismo sobre el asunto, discutirme sus pros y sus contras, explorarme sus vías de aplicación práctica. ¡Si vieran qué sabroso se pone a veces mi autodebate! Y aunque corre el riesgo de acercarse peligrosamente al pantano, cuando no al desfiladero, lo prefiero a dejarme vencer por el conformismo. Sin esta gimnasia mental…
Más que aficiones, jobis o meras herramientas, la música, la lectura, la escritura, los viajes, el trabajo radiofónico, la promoción cultural, son principios vitales para mi ejercicio vozquetintero. Me sirven de faros, de boyas, de chalecos salvavidas, de islas en la inmensidad oceánica. Los considero oasis a mitad del desierto. ¿Cómo, pues, no concientizarles a diario mi gratitud, dedicarles momentos de meditación, apapacharlos también con el pensamiento? Defiendo la idea de que todos deberíamos responder que sí a esta interrogante, cada quien dirigiéndola a sus respectivas vocaciones.
¡Ah qué filósofos nos sentimos cuando escuchamos las doce campanadas al terminar el día de san Silvestre y comenzar la octava de navidad! No me pregunten ustedes por qué, pero entonces siempre traigo a la memoria esta hermosa, profunda, atinada copla popular de son huasteco: “Cada día que amanecemos / se acerca nuestra partida; / ¿cuándo será?, no sabemos; / se va acabando la vida: / cada día más, un día menos”.
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