Según Ángel Gabilondo: “La vida es breve, el arte es largo, la ocasión fugaz, la experiencia resbaladiza y el juicio difícil”. El conocido aforismo de Hipócrates nos previene de algunas precipitaciones. Y de ciertas euforias. Y nos sitúa adecuadamente en estos tiempos tan propicios a perseguir convencer, o, más exactamente, a buscar adhesiones. Vuelven las palabras, proliferan los discursos. Como siempre, como nunca. Y en ocasiones con una pretensión de ser remedio incontestable y con la voluntad de concebir el sanar como un “cortar por lo sano” a los concebidos como enfermos y de enterrar a los considerados como muertos. Sin duda precisamos de discursos consistentes, decididos y dispuestos. Precisamente por ello, hemos de participar y de corresponder con nuestra palabra. Lo que no supone necesariamente asentir”.
Si las palabras generan reacciones, también activan en las personas el cambio de humor y el sentido de la percepción sobre tal o cual situación. Al igual que las medicinas, las palabras son fármacos que alivian y/o enferman. Si el objetivo es reconocer y ponderar, las palabras son savia. Si el objetivo es alterar y ofender, las palabras son armas blancas.
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Esta noche, cuando vuelen los recuedos como nubes sobre nuestros pensamientos, las palabras se pueden convertir en lo mejor y lo peor. Podrán servir para unir, curar, acercarnos a aquellos que nos son distantes. O quizá, también, impulsados por los efluvios del momento, serán ellas mismas quienes expulsarán nuestros impulsos mejor guardados. En cualquiera de los dos casos, lo mejor será apelar a la prudencia.
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Regreso a la idea de Pujol de “Asumir que las cosas pueden ser también de otra manera y nos libera de ciertas contundencias. No se pretende ignorar el arte de la palabra, sino reconocer su alcance y sus límites. Y su importancia para ser alguien cultivado, precisamente en la medida en que no se reduzca a un arte de la mera elocuencia, o de la pronunciación u ornamentación verbal. Sus frutos han de brotar en la conducta privada y en la vida pública. La retórica viene a ser así toda una educación, que exige, como Quintiliano subraya, un gran componente ético. No basta con ser experto en hablar en público, se requiere ser bueno. Bueno y versado en el decir. Y eso es mucho más que una mera caracterización moral. Cuando Marco Aurelio responde, “mi oficio es ser bueno”, dice algo diferente, dice algo otro. Implica asimismo, un conocimiento, un saber. Y, como Cicerón destaca, un comportamiento, toda una sabiduría, una forma de relación de cada quien con ese saber”.
Ser prudente y fuerte para contenerse, no nos exhime de buscar ser justos, ecuánimes, respetuosos, íntegros. La noche de paz no sólo debe de ser un concepto que se convierte en un pretexto para la liberación, la libación y el exceso; tal vez tendría que ser el momento para absorber del pretexto la escencia. Recobrar lo bueno, incluso donde en apariciencia nunca ha existido. Reunirnos, disponernos a celebrar y celebrarnos. Ser uno con los demás.