Guadalajara, Mérida, Córdoba, Salamanca, Zamora, León, Altamira… Son algunos de varios nombres de urbes mexicanas copiados de otras tantas poblaciones ibéricas, porque allá, en tales ciudades de España, habían nacido quienes fundaron o apoyaron la fundación de las de México. Y salvo uno o dos ejemplos aislados (verbigracia: la michoacana Valladolid ya es Morelia), todas conservan su primitiva denominación, asignada desde tiempos coloniales. Lo importante en este asunto es que cada uno de dichos topónimos sigue siendo motivo de orgullo para cualquiera de sus lugareños. So pena de que lo linchen por amátrida (neologismo mío con que designo al traidor a la matria, como llamaba Luis González y González a la patria chica), a nadie se le ocurriría cambiar oficialmente el nombre de su querencia tapatía, meridana, cordobesa, salmantina, zamorana, leonesa o altamireña.
¿Y las localidades cuyo topónimo es el apellido o nombre completo de un personaje? Ni quién objete los de Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Guerrero, Juárez, Madero, Zapata, etc., pese a su número excesivo en nuestra toponimia. La espada de Damocles pende más bien sobre los casos históricos polémicos. Digo, si la avenida Puente de Alvarado, que a nadie en la Capital ponía los pelos de punta cuando la denominaba así, pasó a ser, por obra y gracia de un trasnochado originarismo, calzada México-Tenochtitlan, ¿quién dice que no, en una de tantas, también se quiera imponer un cambio de nombre al veracruzano puerto de Alvarado? ¡Ya me imagino la de florituras (léase: de picardías) alvaradeñas que expresaría la comunidad jarocha como protesta ante semejante atropello!
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Ustedes disculparán que traiga a colación otro neologismo (hace muchos años me lo saqué de la manga por necesidad conceptual): topocidio. Aludo, como su etimología sugiere, al crimen oficial, cometido casi siempre a mansalva y por capricho político, contra el nombre que tradicionalmente ostenta una población, un accidente geográfico o una simple calle. Los gobernantes topocidas (algunos, multitopocidas, como hubo durante los años treinta-cuarenta del siglo XX en Chiapas y Veracruz, o más antes, al terminar la guerra de Independencia, en Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas) están lejos de ser santos de mi devoción.
Ahora la tirada cuatrotera es borrar del mapa la toponimia cortesiana. En principio, ¡muera aquello de Mar de Cortés! Lo curioso es que muy pocos paisanos, aun los de Sinaloa, Sonora y la península bajacaliforniana, recurren a dicha nomenclatura (la común, la cotidiana allí y en toda la república, es la de Golfo de California). ¿A qué viene entonces tal humareda presidencial revisionista? ¿Para desechar un nombre que raras veces llega a emplearse? Y no nos extrañe que después sus baterías se enfoquen a otro sitio emblemático de la cuenca de México: el puerto entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, de modo que seguir nombrándolo Paso de Cortés sea un grave pecado neoliberal, conservador, para no decir antiindígena. Un topónimo tradicional es historia, cultura, identidad. Es rasgo de carácter, huella, marca. Es sangre, fisonomía, ADN personal y colectivo. No presupone resignación. Tampoco conlleva una actitud sumisa o de servilismo. Mucho menos significa un mero adorno o traje desechable. Aun así, cuántos crímenes se perpetran en su nombre.