Los mexicanos hemos sido educados para burlarnos de la muerte. Para hacer de ella un motivo de fiesta y alarido. Para pensar en que su paso tangencial en el mundo de los vivos es causa de comer en exceso y decorar un altar para honrar el recuerdo de nuestros seres queridos. O eso era lo que pensábamos hasta que nuestro país se volvió una de sus casas favoritas. Hasta que el uso de su nombre dejó de ser una estampita en la lotería mexicana, una santa a quien prenderle veladoras y se transformó en la divisa de la guerra, la lucha por los territorios y el poder, siempre el poder.
Pienso en unas declaraciones de la escritora Sayak Valencia sobre sus conceptos de Capitalismo Gore y en cómo en ellas se da un atisbo a esa transformación de la relación que tenemos con la muerte, por ejemplo: en “el videojuego Grand Theft Auto puedes practicar sexo con una prostituta y después matarla y recuperar tu dinero. Las innovaciones en las tecnologías del asesinato, la venta de órganos del propio cuerpo que se hace a través de Internet, el secuestro…
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A manera de una conclusión precipitada se podría decir que la muerte está de moda… y la moda se nutre de refritos de los clásicos. La forma en que concebimos hoy la muerte como espectáculo, la tendencia a envolver en un halo de excitación y glamour la violencia extrema y gratuita, inscribe a la muerte en unos códigos de producción que nos dicen: si es de actualidad y es rentable, está de moda… Los muertos se convierten en una imagen más dentro de una.
cadena de zapping, algo insignificante”, un número, un lugar donde desaparecieron, y la desgracia de su acaecimiento pasa de largo, se entiende ahora como un motivo para el activismo social chovinista, se transmuta en un capital político para explotar, en una divisa del poder, aunque debería de ser una divisa de la indignación y un motor para la transformación social, o como lo escribe Rafael Acosta en su novela “Conquistador”: “la violencia nunca va a parar por sí misma. Hay que pararla”
Pero para poder parar la violencia hacen falta demasiadas cosas. Quizá la principal es comprender en que estamos habidos de una conciencia social distinta. De un compromiso real por cambiar el sitio donde vivimos desde pequeñas cosas. De creer y creernos que este país y esta sociedad que componemos puede ser distinta. Y para ello el aliento con el que exigimos justicia debe de ser igual de profundo y del mismo calado con el que dejamos de votar a políticos sin preparación y tacto, si dejamos de alimentar a la corrupción, el influyentismo, la prepotencia, el clasismo, el racismo, etcétera.
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Sí, debemos alzar la voz para exigir un mejor presente. Pero también debemos actuar en consecuencia, porque las principales guerras se ganan con batallas pequeñas pero cruciales.
Aunque claro, y como lo escribía Alejandro Almazán: “yo no vine a cambiarles su idea sobre la muerte. Cada uno sabe cómo sortear el peor de los dolores. Vine a decirles que ellos, los desparecidos y los muertos, no son ajenos, son nuestros. Ojalá muchos de ellos vinieran a jalarnos los pies y nos pidieran, nos suplicaran, no dejar que nos ocurra por lo que ellos han pasado.
Esto no ocurrirá, por supuesto. Y muchos irán a un Halloween, colgarán muñecos sanguinolentos, visitarán panteones, le llevarán música al difunto, comprarán cempasúchil y calaveritas de azúcar, y comerán pan y pondrán ofrendas. Quizá porque “(…) El mexicano, (a la muerte), la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”, escribió Paz.