Ahora tú cuéntanos al micrófono…

Al gran tlacuatzin Eloy Zúñiga, el Colibrí Zurdo, que me pidió evocarme en su programa de radio.

Llegas a la tercera edad, la inapámica, ésa en la que alguien, casetera o celular en mano, quiere entrevistarte para registrar tu experiencia de vida. Te pregunta cosas que jamás habían pasado por tu mente, recuerdos que tenías empolvados en el rincón de los trebejos, enfoques que nunca antes consideraste. Respondes a todo con detalle, soltura, naturalidad. Te muestras como ilusamente crees ser, no como pretenderías que te oyeran. Y al final, lo que debía durar media hora a lo sumo, termina en el doble o triple de tiempo porque tu lengua topó con oídos libres y atentos, cuantimás si al interrogador lo consideras no sólo amigo sino hermano tuyo.

Quién eres en lo más profundo de ti. Desde cuándo decidiste andar estos caminos. Por qué y de qué modo nacieron tus intereses. Qué amas y detestas del trabajo que elegiste. Cómo afirmas el paso, trepas las cuestas, procuras no desbarrancarte. Dónde sitúas aquello que los demás insisten en calificar de legado tuyo… Y lo que imaginabas que sería una mera plática, por obra y magia de tu vocación comunicadora se convierte en terapia existencial.

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¿A quién le interesará mañana o pasado cuanto declares? ¿Hallará algo rescatable? ¿Se identificará en algo contigo? No te preocupa (al menos eso supone tu ego). Tú cumpliste con abrirte, con mostrar parte de tu otro yo (dirás, acaso, que el auténtico). Si de refilón decepcionaste a quienes te evalúan de otra manera, si les rompiste esquemas, si te condenarán al ostracismo, están en su derecho. Por algo en ocasiones así te vienen siempre a la memoria los atinados versos de tu paisano tamaulipeco Cuco Sánchez (ya sabes: “No soy monedita de oro / pa’ caerle bien a todos”).

Eso te pasa por la manía que tienes hacia los registros sonoros, por también tú grabar entrevistas a personajes del medio cultural, sobre todo en el ámbito de la música. Te dan así machetazo a caballo de espadas. Imposible negarte, alegar incompetencia, evadir esa suerte de empatía y de solidaridad a las que apelas cuando ofreces un micrófono a tus entrevistados. ¿Qué otra opción ética te queda que salvar con la mejor voluntad el mismo predicamento en que metes a otras personas? ¡Ay, esa convicción tuya de lo valiosas que son la historia oral, las autobiografías platicadas, las vivencias trasmitidas a una audiocinta o una computadora!

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Ni modo, son gajes de tu adultez mayor. La etapa de la vida donde te insisten en que tus experiencias pueden ser útiles a más mortales y te convencen de decirlas a voz en cuello. Quién te lo manda, cazador cazado.