Aniquilar, exterminar, devastar. Verbos que, de unos días a la fecha, nos bombardean las redes sociales, las notas periodísticas, las columnas de opinión, los noticiarios televisivos. Verbos que echan llamas y humaredas sobre calles y edificios de cada video repetido hasta la saciedad. Verbos que martillean a las neuronas, que zarandean a las conciencias, que eclipsan a las fibras humanitarias. Verbos torturantes que deprimen, que provocan angustia, que inducen a tronarse los dedos o al insomnio. Sin excepción de personas conjugadas: yo/nosotros, tú/ustedes, él/ella/ellos/ellas.
A esos verbos (o sus sinónimos) agréguense varios sustantivos igual de impactantes. Intimidación, condena, vengatividad. Desafío, asedio, contrataque. Barbarie, desplazamiento forzado, hambruna… Un diccionario bélico que va más allá de lo gramatical; que se vuelve piel, huesos, músculos, órganos y sangre en el discurso militarista; que toma cuerpo (también, literalmente, que toma cuerpos) entre la población vulnerable e indefensa.
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De una forma u otra, nadie deja de ser rehén en un conflicto así. Más lo somos ahora desde que Su Majestad Tecnológica nos puso directa o virtualmente, en tiempo real, a todo color y en primera persona, ante cualquier suceso del mundo, por importante o banal que sea. Al fin prisioneros suyos, la aceptamos como nuestra carcelera, cuando no como omnipresente verdugo. Y ni forma de evitarla, salvo que uno haya decidido vivir de anacoreta en cualquier isla perdida.
Toda guerra emplea palabras a guisa de artillería. Son armas de corto y largo alcance, poderosas, algunas imbatibles o inmunes a los refinados sistemas de defensa aérea o terrestre: los radares, los centros de control, los domos de hierro, los aviones cazas, los búnkers. Pueden ser tan destructivas o letales como los productos de la industria militar que los mismos países en combate venden, a muy jugosos precios, en los mercados internacionales. Y no descubro el hilo negro si digo que muchas de tales palabras tienen su propio código de significados ideológicos, aunque traten de parecer asépticas o inocentes. Quizá algo tan críptico como las letras de molde y los números en objetos mortíferos, tipo AK-47, F-35 o M-302.
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No sólo es cuestión de geopolítica, de historias dominantes, de intereses mercantiles. La verbalidad (o si se quiere: la verbosidad, la verborrea) también debe ser un elemento obligado de análisis cuando se le esgrime como misil en crisis como la actual. De otra manera, terminaremos por convertir al lenguaje en otro territorio de Gaza, con todo lo preocupante que ello significa.
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