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De la incomodidad de pensar

Pensar demasiado es algo que no podemos controlar. Nos puede suceder en cualquier momento del día o de la noche y, en ocasiones, suele dejar a las personas congeladas en la indecisión. Pensar es una virtud y un martirio.

Solemos perder la noción del tiempo y el espacio, vivir atrapadas por nuestros propios pensamientos, sumergidos en la posibilidad que de ellos emana. Deseamos, sin aceptarlo, alcanzar la perfección o en ocasiones, únicamente estamos tratando de encontrar una manera de controlar una situación, de discernir cuál sería el esfuerzo que nos haría menos difícil la carga.

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O como bien lo decía Ángel Ganilondo: “Tendemos a pensar que el propio pensar es un cierto incordio. Y a recordar, como Foucault nos dice, que “ni consuela, ni hace feliz”. Tal parecería entonces que lo mejor sería desprenderse de tamaña incomodidad. Y no ya solo por insidiosa. Vendría a ser inoperante y paralizadora. Para quienes tienen una consideración instrumental del pensamiento, la cuestión sería acudir a él en caso de necesidad como medio para resolver situaciones que lo requirieran. Presuponiendo que se trata de una mera actividad mental, el asunto consistiría en activarlo en caso de necesidad”.

Los que piensan demasiado tienen problemas para priorizar sus problemas y comprender qué problemas están bajo su control, dijo Deborah Serani, psicóloga y profesora adjunta del Instituto Gordon F. Derner de Estudios Psicológicos Avanzados de la Universidad Adelphi en Garden City, Nueva York.

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Regreso a las palabras de Gabilondo cuando afirma: “el pensamiento nos constituye y, como nuestro propio cuerpo, no acude o deja de hacerlo sólo en caso de ser convocado. No es que lo tengamos siempre con nosotros, es que es nosotros”, y por ello, debemos aprender a vivir con él.