No cayeron del cielo, como sucede en las películas hollywoodescas. Tampoco se presentaron ahí para leer en voz alta La guerra de los mundos, de Herbert George Wells (1898), o montar un remake de la adaptación dramatizada que de la novela hizo el actor radiofónico Orson Welles en 1938. Menos aún estuvieron de colados, después de que sus poderes extraterrestres les permitieran atravesar, sin que los agentes de seguridad se dieran cuenta, los filtros de seguridad del recinto.
Todo lo contrario: fueron invitados ex profeso a una sesión. Recibidos con incienso, reflectores, bombo, platillos. Tratados a guisa de embajadores, ministros plenipotenciarios, ciudadanos ilustres de las Hermanas Repúblicas del Universo. Honrados con acceso libre, sin tiempo límite, al micrófono y la pantalla gigante. Ufanos de tener un auditorio cautivo, atento, fanatizado, de piel morena, aunque ésta medio verdosa y trabajadora por alianza política.
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El vocero oficial u oficioso de los visitantes fue el terrícola Jaime Maussan, reputado «ovnílogo» (prefiero esta palabreja, pese a estar formada con siglas [ovni: objeto volador no identificado], al anglicismo «ufólogo», hecho también con iniciales [ufo: unidentified flying object]). Mediante sesudos argumentos que considera científicamente irrebatibles, Maussan demostró la existencia de ovnis. Alabó que en Estados Unidos por fin se darán a conocer al público los miles de expedientes militares ultrasecretos que atestiguan sus incursiones. Casi casi justificó el derecho que se han tomado los platillos voladores de surcar por donde se les dé la gana nuestros aires planetarios. ¡Una señora cátedra de ovnilatría la que impartió!
Y bien, señoras y señores, los ufos u ovnis llegaron ya, aunque no bailando al ritmo del famoso chachachá de Rosendo Ruiz. Se presentaron de pipa y guante, con alfombra roja tendida en…, en…, ¡ah, caray!, ¿un auditorio?, ¿un teatro?, ¿un salón de fiestas?, ¿un jardín entoldado? Nones para los preguntones: en la Cámara de Diputados, justo allí donde medio millar de congresistas de nuestro patriótico país se congrega para legislar. No nos extrañe, entonces, que un día de estos tengamos un nuevo apartado alusivo al tema en la Constitución, una ley de detección oportuna de invasores espaciales o inclusive un Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología Ovnímoda, alias Conacyto.
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La violencia, la inseguridad, la salud, el campo, la energía, la educación, la ciencia, la cultura, el deporte, etc. Como simple mortal, como mero mexicano votante y —según yo— pensante, me cuestiono por qué no organizan foros camerales para escuchar a gente experta en otros asuntos más dignos de atención, debatirlos sin agresividad, llegar en lo posible a concordancias o proximidades con sus puntos de vista. En cambio, ¿qué se ganó con darle espacio y tiempo preferente a un tópico tan remoto de los graves problemas cotidianos de México? ¿De qué privilegios gozó el señor ponente, mismos que parecen escamoteárselos a la verdadera comunidad científica? “Un mundo nos vigila”, decía el locutor Pedro Ferriz al abrir y cerrar cada episodio de aquella serie suya, tan novedosa en los inicios de la televisión mexicana. Sería deseable que ese mundo también vigilara hoy en dónde se hace presente, para que la Cámara anfitriona no lo vuelva pan y, sobre todo, circo.