En inglés, bully designa coloquialmente al individuo rijoso, pendenciero, abusivo; bullying, al acto de molestar, de fastidiar, de atormentar, de intimidar. Supongo —no lo sé de cierto— que ambos vocablos provienen de bull, como símil con un toro de lidia al que se azuza. Así, quien ejercita el bullying estaría embistiendo a una persona, arremetiéndola, atacándola, picándola con una lanza, poniéndole banderillas, hundiéndole un estoque.
En español, el término equivalente, «acoso», deriva del latín cursus (carrera, curso), de modo que acosar a alguien es traerle a la carrera, maltratarle en el curso de ella, punzarle el lomo, perseguirle de forma reiterada y sin tregua, prohibirle salirse del redil. Lo mismo da acosarle en el hogar que en la chamba, y no se diga en los centros educativos. Acoso familiar, acoso laboral, acoso escolar, más los acosos que se acumulen. Cada uno a su estilo y riesgo, pero todos conjugando el mismo verbo que la Academia tacha de malsonante: joder.
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Mañana tras mañana, casi sin excepción, México despierta a la rutina de padecer otro tipo de acoso, oculto bajo la pantalla de una conferencia de prensa. No es cualquier bullying, por supuesto. Sus estocadas martillan el cerebro nacional durante el resto del día, repetidas hasta el hartazgo en redes sociales, en noticiarios, en programas de opinión. Tiene la impronta de quién lo practica (un personaje aureolado), desde dónde (un foro exclusivo que por irónico nombre lleva el de Tesorería), ante qué asistentes (una corte selecta, silenciosa, sumisa), con cuál dinámica (un guion hecho a contentillo, tiempo sin límites de exposición, datos a modo, apoyos logísticos privilegiados) y al amparo de cierto apriori (una tenaz negativa a sujetarse al incómodo, dictatorial cuento de que la Ley es la Ley).
Superacoso pertinaz, como cuchillito de palo. No hay asunto público o privado, por nimio que parezca, libre de que alguna vez se le aplique manita de puerco. Ningún ser de pensamiento más o menos distinto a la nueva religión oficial puede considerarse a salvo de que se le toree con muletillas denigratorias. De muchas formas, abiertas unas, enmascaradas otras, permean ahí la agresividad, la tirria, la mofa, la manipulación, la chunga musicalizada, la insinuación tendenciosa, la dicotomía polarizadora, la condena al patíbulo.
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Mareante, ahogadora cotidianidad, imposible de escapar de ella. Un bullying que, de haberse dado en la época de Max Weber, quizá lo habría elegido este pensador alemán para demostrar la validez de un instrumento metodológico que él creó y llamó Idealtypus. Vaya: lo que los sociólogos conocemos como “tipo ideal weberiano”; o aplicado al tema de hoy: el modelo idóneo de acoso político.
¿Acaso es imaginación mía? ¿Acaso exagero mi perspectiva? ¿Acaso me excedo en creer que el verdadero lema tras bambalinas de este régimen es “Acosos, no abrazos”? Ha de ser porque me siento inerme, acosado de tanta verborrea desde que Dios amanece.
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