Como todo neologismo de moda, hay quienes lo escriben con altas y bajas, lo que equivale a deificarlo. En el fondo de esta aparente minucia gramatical subyace el apriori de que no se trata de una inteligencia cualquiera, sino de la Inteligencia Artificial, y tampoco de cualquier dios, sino de Dios, el único, el verdadero, el omnipotente. Nueva divinidad (mejor: Divinidad, para seguir glorificando la mayúscula), según algunos; lectura revisionista del Apocalipsis, según otros. Y que Una y Otro nos agarren confesados.
“Disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana, como el aprendizaje o el razonamiento lógico”, es su definición formal, establecida por la RAE. Disciplina, sí, pero lo disciplinario, lo metódico, se deja a un frankestein al alcance de cualquier usuario de redes sociales. Científica, sí, pero lo silogístico, el C como consecuencia de A más B, lo sistematiza una programadora. Comparable con las operaciones de la mente humana, sí, pero también en riesgo de remplazarlas.
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A este paso muy pronto pasará a la historia el sublime arte personal de investigar la información, cotejarla, ordenarla y enriquecerla para ofrecer un buen resumen o un punto de vista distinto. ¿Qué se ganaría con tales recursos obsoletos, falibles como todo razonamiento, si resulta más cómodo que la mentada inteligencia abreve de una base de datos y, en cuestión de segundos, no sólo repita o sintetice sino “razone” algo parecido a un juicio?
A todo esto, ¿no convendría enfocar el asunto como una suerte de plagio? Porque lo es, aunque la inteligencia artificial —léase: la artificiosa plagiaria— nunca termine sentada en el banquillo de los acusados. Y entre tanto borlote mediático, tampoco pise la cárcel o caiga en el descrédito la persona plagiadora, aquella que con un simple click deslindó su propia tarea —léase: su responsabilidad— para trasferirsela a una máquina. ¡Adiós, ética, estorboso concepto prehistórico, adiós!
(Otro enfoque sería, más allá de lo caricaturesco, el de la robótica inteligente, pero su análisis se lo dejaría a los auténticos seres pensantes, no al artefacto que los suplanta.)
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Tiemblo al pensar que mañana o pasado la inteligencia artificial produzca un texto mío que no escribí yo, así sea a mi estilo y empleando palabras o frases que acostumbro. O descubrir que ha sustituido mis expresiones fuertes o irónicas por otras menos injuriosas o políticamente inocuas (si es que existen éstas). O hallar que mi supuesto discurso tiene una estructura ideal y es más entendible que si yo mismo lo hubiera redactado.
Me basto y sobro con mis errores, defectos y limitaciones. Mejor hágase la voluntad de Dios en los bueyes de la Inteligencia Artificial (¿mi comadre?, ¡ni que estuviera loco!).