Sus raíces lingüísticas la definen. Es una laminilla redonda, sujeta a presión, con muescas en el borde para que sirvan como palancas o puntos de apoyo cuando se requiere destaparla. En su cara interna lleva adherido un delgado pedacito de corcho, el cual refuerza la hermeticidad de la botella y contribuye a preservar su contenido. Una lata + un corcho = una corcholata. Así de minúscula. Así de elemental. Así de eficaz y oportuna.
Asocio las corcholatas a mi lejana niñez. Con ellas tracé carreteritas en el suelo de la casa para fantasear viajes con mis carros de juguete. En la familia las usábamos como fichas para jugar a las damas mexicanas o a la lotería. Algunas alimentaron nuestra pueril esperanza de hallarles, al retirar su corcho, una leyenda escrita que indicaba cierto premio, casi siempre otro refresco, canjeable en la miscelánea o con los del camión repartidor. También podía uno coleccionarlas en un álbum cuando traían impresas las figuras de los futbolistas de moda o de los personajes de caricaturas (¡qué no se hacía entonces como estrategia publicitaria!).
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Poco a poco, sin embargo, el vocablo fue cayendo en virtual desuso. Primero, porque la industria después sustituyó el corcho por una telilla o un simple aro de plástico. Y segundo, porque al paso de los años ya no hubo latas con corcho sino taparroscas, más fáciles de abrir, sin el imperioso requisito de tener un destapador a la mano (cuando éste faltaba, había que embonar la corcholata de una botella con la de otra invertida, aun a riesgo de que explotaran ambas, o ingeniárselas para destaparla presionándola en la saliente de un mueble).
Modificada, pues, la base etimológica que le dio sustento, la voz perdió vigencia. Ya se tachaba de obsoleta, emisaria del pasado, una más entre tantas y tantas palabras históricas, virtualmente desconocida por las nuevas generaciones.
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Hoy está de nuevo en machacona circulación, resemantizada como metáfora en los ámbitos políticos y oficinescos, incluso en el habla callejera. Pasa por un boom, para no decir que se ha vuelto plaga. Es la comidilla, el pan nuestro de cada día. Y quienes se identifican con ella hasta se paran el cuello de recibir tal calificación que, desde mi punto de vista, peca de ser denigrante, porque la persona corcholateada, en vez de haberse abierto girando en boca propia, dependió de un destapador al que debe mostrarle reverencia y gratitud eternas. ¿O ya resulta extemporáneo el concepto “dignidad”, tan caro en épocas que ahora se nos antojan remotísimas?
Del tapadismo pasamos, casi sin transición, al corcholatismo. Pero no lo olvidemos: el término “corcholata” también se aplicó antaño como apodo (mordaz, más que simplemente burlón), alusivo a la persona que siempre estaba pegada a la botella… o tirada en el piso.
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