Si yo fuese un asalariado corrector de estilo en cualquier megaempresa de publicaciones y mis jefes me ordenaran revisar, con vistas a su próxima reedición, todos los cuentos infantiles de Roald Dahl, ¿cómo reaccionaría al enterarme de que mi verdadera tarea sería detectar, no erratas, no probables gazapos, sino palabras “ofensivas” para sustituirlas por voces inocuas o, de plano, para eliminar la frase donde se insertan, si no es que el párrafo completo? En suma: ¿para adulterar por mis pistolas el texto original de un autor ya difunto y, por lo mismo, imposibilitado de protestar y discutirme la validez de dichos cambios?
—¿Palabras ofensivas?— les preguntaría entonces—. Ninguna me parece ni siquiera el equivalente a nuestra mexicanísima mentada de madre. Tampoco hallo un tono agresivo o grosero en el discurso de Dahl. Por favor, muéstrenme en el papel a qué injurias o agravantes se refieren ustedes.
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La respuesta de los mandamases de la casa editora, reducida a dos ejemplos al azar, me dejaría con la boca abierta y los ojos de plato: “gordo” y “feo”, ambos términos comunes en el creador de Charlie y la fábrica de chocolate. Ante tal criterio impertinente, por muy urgido que estuviese yo de mantener la chamba, optaría por presentarles mi renuncia.
Esta anécdota narrada en primera persona del singular es, desde luego, imaginaria, un recurso estilístico que me permití para darle más sabor al caldo. Sin embargo, la ocurrencia de que circulará una reedición expurgada, sanitizada, edulcorada, descafeinada (como quiera calificársele) de los susodichos libros, es real. En el menos grave de los casos, parece que además de reimprimir tal cual la primera versión, se editará la nueva cuando alguien termine la traicionera misión de reescribirla (corrijo: de alterarla). Y después, que cada quien se ponga a leer aquella que no intranquilice su conciencia.
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¿Eufemismo? ¿Peccata minuta? ¿Moralina? ¿Censura? ¿Inquisición?… El escándalo que la noticia ha suscitado da para colocar muchas otras cartas sobre la mesa. Yo pondría las de la ética y el derecho autoral, pero discutirlas excedería el espacio destinado a esta columna, Baste por hoy plantear que lo sucedido es también reflejo de una tendencia reciente, cada vez más extendida en casi todos los estratos sociales: la del lenguaje aséptico, con cubrebocas, para no herir susceptibilidades. Que la Historia condene al ostracismo aquella cantaleta, antaño tan esgrimida, de llamar “Al pan, pan, y al vino, vino”.
A este paso, será obligatorio referirse a Stan Laurel y Oliver Hardy como El Obeso y el Delgado, lo mismo que a Antonia Peregrino como Toña la Afrodescendiente. También, sin importar que le falte la fuerza de sus tres efes iniciales, deberá renombrarse la canción rockera de Loquillo y sus Trogloditas como No agraciado, fuerte y formal, y la novela de Hemingway como El adulto mayor (o El adulto en plenitud) y el mar. En futuros tirajes de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se prohibirá el vocablo “hideputa”, tantas veces usado por el Minusválido de Lepanto como lo más natural del mundo, para que mejor diga “hidesexoservidora”. Y la cereza del pastel decorará el corregido remate hecho a García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba: “Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Heces fecales”.
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