Hace unos días, el escritor y periodista Ricardo Raphael compartió su primera experiencia con el novedoso programa de inteligencia artificial ChatGPT, (Milenio, 21/01/23), sin ocultar su asombro.
Lo primero obtenido, dice, fue una respuesta seria para la pregunta boba acerca de su identidad: ¿Soy yo Mickey Mouse? Siguieron cinco cuestionamientos más, respondidos con igual rapidez de segundos y profundidad contenida en cada uno de ellos: ¿Cómo puedo distinguir entre la verdad y la mentira?, ¿Cómo sé que en realidad no soy el sueño de alguien más?, por ejemplo.
Siguieron dos preguntas de orden sentimental, cuenta Raphael: ¿Cómo sé que me estoy enamorando? ¿Cómo sé si me encuentro en una relación tóxica? Recibidas las respuestas satisfactoriamente, hubo una siguiente: ¿Cuáles son tus fuentes? Vino contestación por demás interesante: “no soy sustituto para ofrecer consejos profesionales así que es importante que verifiques la información que te proveo con fuentes más confiables. Si tienes alguna duda específica, mejor consulta a un experto en el campo relevante de tu interés”.
Última pregunta en la conversación: ¿Estás consciente de lo que es el plagio?, respuesta: “En tanto que modelo de lenguaje de IA no estoy consciente de lo que es el plagio, es más, no tengo ningún tipo de consciencia, emoción o experiencia. Mi único objetivo es proveer de información que te sea de ayuda”.
Después de las cortesías de una despedida como cualquier otra, concluye Ricardo: …esta inteligencia, por momentos, no se percibe como artificial. Esa es la verdadera revolución.
Otra arista del mismo tema abordó Oliver Galindo Ávila, en su artículo El derecho ya no puede ignorar a la inteligencia artificial, (El Financiero, 10/02/23). Subraya el abogado experto en propiedad intelectual, el error de suponer la IA como un asunto de ciencia ficción o al menos, apunta, como una tecnología en pañales con posibles resultados para el próximo siglo.
Para ejemplificar señala precisamente el lanzamiento del ChapGPT por la empresa Open Al con un récord superior al millón de usuarios en cinco días y cuyo software, anota Galindo Ávila, redacta cartas, escribe poemas, canciones, corrige textos y revisa errores en los códigos de programación.
Su experiencia inicial, narra, fue obtener de esa tecnología un discurso estilo Donald Trump “argumentando que el pastor alemán era la mejor raza canina”, y una carta a la Suprema Corte de Justicia de la Nación solicitándole reconocerse como autora de los escritos por ella producidos.
Propone el colega temas medulares a partir de cuestionar ¿a quién se atribuirá la autoría de las obras obtenidas mediante el ChatGPT?: no estamos frente a la robótica tradicional con máquinas programadas, sino ante computadoras con redes neuronales similares al cerebro humano, capaces de aprender, memorizar y decidir basadas en experiencias previas, concluye.
Otro es el relativo a los derechos de los programas de cómputo dependientes, además de la inteligencia, de autoconciencia, voluntad y facultades emotivas, de las cuales carecen las máquinas, refiere.
Cabe recordar el debate sobre la aplicación de la inteligencia artificial en la impartición de justicia, concretamente en la redacción de sentencias. Dicho de manera menos amable, la sustitución de juzgadoras y juzgadores por máquinas.
No es fantasioso advertirlo. La velocidad de la innovación tecnológica se comprueba cada día, está presente en el ambiente jurídico, ofrece soluciones precisas para la justicia pronta, expedita, y es un dique a su corrupción.