Ignoro la existencia en nuestro país de un registro nacional de las tesis elaboradas para la obtención de un título de licenciatura. Seguramente cada una de las instituciones de educación superior autorizadas a expedir esas acreditaciones para el ejercicio profesional lo tendrán, e igualmente la oficina gubernamental encargada de su registro oficial.
Supongo la carencia de un seguimiento a esas propuestas académicas establecidas como fórmula para alcanzar la titulación, y por ello la valoración del impacto producido en la disciplina y tema abordado.
Si eso es así, tenemos la reducción de una evaluación fundamental del conocimiento adquirido en las aulas y la formación de las y los futuros profesionales, a un trámite administrativo más, tan desgastado como flexible en su contenido y defensa frente al jurado.
Dependerá lo anterior de los requisitos establecidos en la particular normatividad de cada casa de estudios, para su elaboración. Y por supuesto del rigor de la tutoría, como del empeño de quien la sustente. Una mancuerna poco común.
No dudo en la existencia de tesis verdaderamente propositivas, innovadoras y hasta revolucionarias. Me temo una minoría destacable, la de aquellas merecedoras de premios y reconocimientos, incluida su publicación.
El creciente aumento de la matrícula, en consecuencia, del egreso, es inversamente proporcional a la calidad del citado producto final. De ahí las variadas formas de titulación –algunas evidentemente insuficientes- incorporadas a la oferta educativa con el propósito de ahorrar tiempo y dinero, en abono a la disminución de esa franja rebasada para cumplir el último requisito escolar, o definitivamente infractora, con todas sus nefastas consecuencias.
Cierto, los planes de estudio incluyen materias diseñadas para encauzar hacia las vías de la investigación, por lo mismo poco atendidas en el transcurso de la formación escolar. Ese, considero, es origen del problema: no adquirimos las herramientas suficientes para llegar al diseño y desarrollo de una tesis conforme a los estándares obligados.
Me pregunto, y pregunto, si es tiempo de limitar ese modelo de conclusión escolar para los niveles de posgrado cuya función es la trasmisión del conocimiento en particular, la maestría, y luego su generación, el doctorado.
O si conviene asegurar su pertinencia con reglas estrictas, académicas, éticas y materiales, sujetas al rigor para inscribir una tesis como vía de titulación, primero, mantenerlo durante su desarrollo hasta la aprobación y, finalmente en la defensa ante el sínodo.
Durante décadas el tema ha pasado por diversos tonos: hablamos con cinismo de la “Universidad de Santo Domingo”, en alusión a la hechura de documentos falsos en las imprentas de la antigua plaza capitalina; de la flexibilidad para cubrir el requisito en las instituciones educativas. Por supuesto soslayamos la corrupción de docentes, alumnos y directivos en el procedimiento.
Y más: antes de eso la necesidad imperiosa de anteponer a nuestro nombre las abreviaturas para diferenciar el estatus, aunque solo anuncien y subrayen las carencias. A falta de títulos nobiliarios –decía un recordado profesor de la preparatoria- nos colgamos los universitarios. Se olvida aquello de “Lo que natura no da Salamanca no presta.”
La burocratización del proceso pervirtió su naturaleza académica y hoy, el cuestionado origen de una tesis alcanzó a cuatro instituciones fundamentales de la república: los tres poderes de la Unión y la Universidad Nacional, arrastrándolas al conflicto.