Humos reprimidos

Pues sí, fumo. De toda la vida. Por compulsivo placer. Por prestigio, introyectado vía esta maldita sociedad de consumo que tanto critico. Por pecado venial (al paso que voy, mortal), si lo vemos desde una óptica moralista. No están para saberlo, ni yo para revelarles, cuántos pitillos aspiro durante una jornada. Tampoco, cuántos morlacos invierto en ello. Menos aún, cuánta autocomplacencia tengo en mantenerme así. Y que no haya duda: lejos estoy de pedir empatía hacia mi vicio. Me restrinjo a expiar, a manera de catarsis, una realidad personal. 

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Un poco más de confesión. Detesto leer artículos sobre mortalidad directa o indirecta por tabaquismo. Los sermones redentoristas en esta materia me entran por un oído y me salen por el otro. Me importa un cacahuate no ser ningún ejemplo de abstemio cigarrero, como en lo que todo mundo, muchas veces con mesiánica extorsión, quisiera verme convertido. Basta con el riesgo que corro, la desazón, el temor a ser visto cuando fumo en espacios abiertos (lo más remoto posible de otras personas que me tacharían de delincuente), como para también angustiarme con cifras mortuorias, regaños disfrazados de consejos de buena fe y cargos de conciencia por no cumplir la buena conducta que se espera de mí. 

¿Quién es capaz de quitarme la fijación de prestigiosa normalidad, de seres de mundo, de ejemplos icónicos, que me dejaron Humphrey Bogart en Casablanca o Arturo de Córdova en tantas películas donde la niebla callejera o los vapores de un centro nocturno se sumaban al humo de sus cigarrillos? ¿O los retratos con la mirada huidiza de Juan Rulfo, la vanidosa sonrisa de Ricardo Garibay, la hochiminesca barbilla de José Revueltas, la ceñuda frente de Julio Cortázar, la altivez visual de Óscar Wilde, cada cual con su fumigante tabaquito en los labios o entre los dedos? ¿O los pasajes fílmicos y fotos de Lennon, McCartney, Harrison, Starr, Dylan, Clapton, Jagger, Richards y tantos rockeros más que, no satisfechos con la ejecución de su instrumento, el canto o ambas cosas, parecían inspirarse mejor cuando se difuminaban en el éter de su cilindrito de papel? 

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De tres o cuatro décadas a la fecha, ahora el Estado como padre protector. Cada vez más leyes, más limitantes, más vetos. Como si se tratara de infantes quienes fumamos. Como si el acto de ocultar las cajetillas o taparlas en los exhibidores nos indujera a retirarnos para siempre del infierno sanitario al que estamos proscritos. Como si cualquier playa desolada, parque público vacío y área restaurantera o cafeteril al aire libre fuesen extensiones de una oficina, una escuela o un hospital atestados. 

Remato con el soneto “Un sorbo de café”, del gran Salvador ‘Chava’ Flores en Motivaciones para la locura, libro póstumo del que su hija María Eugenia y yo fuimos editores en 2003: “Un sorbo de café y un pensamiento: / el amargo sabor va con la pena; / es ingrato dolor, en taza llena, / recordar que su adiós fue hace un momento. / Un cigarro y, después, la bocanada: / el fumar y el sufrir son vicio triste; / es igual a vivir por lo que existe / sin pensar que tal vez no existe nada. / No existe este café, ni aun el cigarro, / ni el humo que letal pena disuelva; / no existe el recordar, ni la tristeza; / sólo existe mi amor hecho un desgarro / que grita en su ansiedad: «¡Señor, que vuelva, / porque voy a llorar si no regresa!».”